jueves, 10 de diciembre de 2015

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS

 


El almohadón de plumas
(Cuento)



Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus ensoñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho; sin embargo, con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda ella hubiera deseado menos severidad en ese rígido ciclo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus acontecimientos. La blancura del patio silencio-so - frisos, columnas y estatuas de mármol producía una otoñal im­presión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante había conclui­do por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influencia que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir del jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y a otro lado. De pronto Jordán, con una honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato es­condida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ese último día en que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole cama y descanso absolutos.
-No sé- le dijo a Jordán en la puerta de la calle con la voz todavía baja.-Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada. Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de mar­cha agudísima completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendi­das y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba, Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose cada instante a un extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego al ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamen­te abiertos, no hacía si no mirar la alfombra a uno y al otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán!- clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer, Alicia lanzó un alarido de horror.
 -¡Soy yo, Alicia, soy yo!
      Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas las manos de su marido, acariciándolas por media hora, temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fija en ella sus ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente nada cómo. En última consulta Alicia yacía en estupor, mientras la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
      -Pst...- se encogió de hombros desalentado su médico-. -Es un caso serio... Poco hay que hacer.
      -¡Sólo eso me faltaba!-resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde pero remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le iba la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundi­miento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus temores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebres encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el sonido monótono que salía de la cama, y el sordo retumbó de los eternos pasos de Jordán.
     Alicia murió por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
     -¡Señor!- llamó a Jordán en voz baja.- En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
     Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
     - Parecen picaduras-murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
     -Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
     La sirvienta lo levantó; pero enseguida lo dejó caer y miró a aquél, lívida y temblan­do. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay?- murmuró con la voz ronca.
- Pesa mucho- articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinaria-mente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviéndose lenta­mente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y visco­sa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosa­mente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece series parti­cularmente favorables, y no es raro hallarlos en los almohadones de plumas.

* Horacio Quiroga (1878-1938) Radicado en la Argentina. Hizo vida retraída en la selva de Chaco y Misiones. Sus cuentos le dan categoría suprema entre los cuentos de habla españo­la. Entre sus libros hay que citar «Cuentos de la Selva». «Anaconda», «La gallina degollada y otros cuentos».


lunes, 13 de julio de 2015

CON DIAS Y OLLAS VENCEREMOS- TRADICIONES PERUANAS- RICARDO PALMA

LEE EL SIGUIENTE TEXTO Y LUEGO REDACTA UNA HISTORIETA
CON  DIAS Y OLLAS VENCEREMOS- TRADICIONES PERUANAS- RICARDO PALMA


A principios de junio de 1821, y cuando acababan de iniciarse las famosas negociaciones o armisticio de Punchauca entre el virrey Laserna y el general San Martín, recibió el ejército patriota, acantonado en Huaura, el siguiente santo, seña y contraseña: Con días -y ollas- venceremos.
Para todos, exceptuando Monteagudo, Luzuriaga, Guido y García del Río, el santo y seña era una charada estúpida, una frase disparatada; y los que juzgaban a San Martín más cristiana y caritativamente se alzaban de hombros murmurando: «¡Extravagancias del general!».
Sin embargo, el santo y seña tenía malicia o entripado, y es la síntesis de un gran suceso histórico. Y de eso es de lo que me propongo hoy hablar, apoyando mi relato, más que en la tradición oral que he oído contar al amanuense de San Martín y a otros soldados de la patria vieja, en la autoridad de mi amigo el escritor bonaerense D. Mariano Pelliza, que a vuela pluma se ocupa del santo y seña en uno de sus interesantes libros.
I
San Martín, por juiciosas razones que la historia consigna y aplaude, no quería deber la ocupación de Lima al éxito de una batalla, sino a los manejos y ardides de la política. Sus impacientes tropas, ganosas de habérselas cuanto antes con los engreídos realistas, rabiaban mirando la aparente pachorra del general; pero el héroe argentino tenía en mira, como acabamos de apuntarlo, pisar Lima sin consumo de pólvora y sin lo que para él importaba más, exponer la vida de sus soldados; pues en verdad no andaba sobrado de ellos.
En correspondencia secreta y constante con los patriotas de la capital, confiaba en el entusiasmo y actividad de éstos para conspirar, empeño que había producido ya, entre otros hechos de importancia para la causa libertadora, la defección del batallón Numancia.
Pero con frecuencia los espías y las partidas de exploración o avanzadas lograban interceptar las comunicaciones entre San Martín y sus amigos, frustrando no pocas veces el desarrollo de un plan. Esta contrariedad, reagravada con el fusilamiento que hacían los españoles de aquellos a quienes sorprendían con cartas en clave, traía inquieto y pensativo al emprendedor caudillo. Era necesario encontrar a todo trance un medio seguro y expedito de comunicación.
Preocupado con este pensamiento, paseaba una tarde el general, acompañado de Guido y un ayudante, por la larga y única calle de Huaura, cuando, a inmediaciones del puente, fijó su distraída mirada en un caserón viejo que en el patio tenía un horno para fundición de ladrillos y obras de alfarería. En aquel tiempo, en que no llegaba por acá la porcelana hechiza, era éste lucrativo oficio; pues así la vajilla de uso diario como los utensilios de cocina eran de barro cocido y calcinado en el país, salvos tal cual jarrón de Guadalajara y las escudillas de plata, que ciertamente figuraban sólo en la mesa de gente acomodada.
San Martín tuvo una de esas repentinas y misteriosas inspiraciones que acuden únicamente al cerebro de los hombres de genio, y exclamó para sí: «¡Eureka! Ya está resuelta la X del problema».
El dueño de la casa era un indio entrado en años, de espíritu despierto y gran partidario de los insurgentes. Entendiose con él San Martín, y el alfarero se comprometió a fabricar una olla con doble fondo, tan diestramente preparada que el ojo más experto no pudiera descubrir la trampa.
El indio hacía semanalmente un viajecito a Lima, conduciendo dos mulas cargadas de platos y ollas de barro, que aún no se conocían por nuestra tierra las de peltre o cobre estañado. Entre estas últimas y sin diferenciarse ostensiblemente de las que componían el resto de la carga, iba la olla revolucionaria, llevando en su doble fondo importantísimas cartas en cifra. El conductor se dejaba registrar por cuanta partida de campo encontraba, respondía con naturalidad a los interrogatorios, se quitaba el sombrero cuando el oficial del piquete pronunciaba el nombre de Fernando VII, nuestro amo y señor, y lo dejaban seguir su viaje, no sin hacerle gritar antes «¡Viva el rey! ¡Muera la patria!». ¿Quién demonios iba a imaginarse que ese pobre indio viejo andaba tan seriamente metido en belenes de política?
Nuestro alfarero era, como cierto soldado, gran repentista o improvisador de coplas que, tomado prisionero por un coronel español, éste como por burla o para hacerlo renegar de su bandera le dijo:
-Mira, palangana, te regalo un peso si haces una cuarteta con el pie forzado que voy a darte:
Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación.
-No tengo el menor conveniente, señor coronel -contestó el prisionero-. Escuche usted:
Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación;
pero es con la condición
de que en mí no tenga mando...
y venga mi patacón.
II
Vivía el Sr. D. Francisco Javier de Luna Pizarro, sacerdote que ejerció desde entonces gran influencia en el país, en la casa fronteriza a la iglesia de la Concepción, y él fue el patriota designado por San Martín para entenderse con el ollero. Pasaba éste a las ocho de la mañana por la calle de la Concepción pregonando con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ollas y platos! ¡Baratos! ¡Baratos!, que, hasta hace pocos años, los vendedores de Lima podían dar tema para un libro por la especialidad de sus pregones. Algo más. Casas había en que para saber la hora no se consultaba reloj, sino el pregón de los vendedores ambulantes.
Lima ha ganado en civilización; pero se ha despoetizado, y día por día pierde todo lo que de original y típico hubo en sus costumbres.
Yo he alcanzado esos tiempos en los que parece que, en Lima, la ocupación de los vecinos hubiera sido tener en continuo ejercicio los molinos de masticación llamados dientes y muelas. Juzgue el lector por el siguiente cuadrito de cómo distribuían las horas en mi barrio, allá cuando yo andaba haciendo novillos por huertas y murallas y muy distante de escribir tradiciones y dragonear de poeta, que es otra forma de matar el tiempo o hacer novillos.
La lechera indicaba las seis de la mañana.
La tisanera y la chichera de Terranova daban su pregón a las siete en punto.
El bizcochero y la vendedora de leche-vinagre, que gritaba ¡a la cuajadita!, designaban las ocho, ni minuto más ni minuto menos.
La vendedora de zanguito de ñajú y choncholíes marcaba las nueve, hora de canónigos.
La tamalera era anuncio de las diez.
A las once pasaban la melonera y la mulata de convento vendiendo ranfañote, cocada, bocado de rey, chancaquitas de cancha y de maní, y fréjoles colados.
A las doce aparecían el frutero de canasta llena y proveedor de empanaditas de picadillo.
La una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el alfajorero.
A las dos de la tarde la picaronera, el humitero y el de la rica causa de Trujillo atronaban con sus pregones.
A las tres el melcochero, la turronera y el anticuchero o vendedor de bisteque en palito clamoreaban con más puntualidad que la Mariangola de la Catedral.

A las cuatro gritaban la picantera y el de la piñita de nuez.
A las cinco chillaban el jazminero, el de las caramanducas y el vendedor de flores de trapo, que gritaba: ¡Jardín, jardín! ¿Muchacha, no hueles?
A las seis canturreaban el raicero y el galletero.
A las siete de la noche pregonaban el caramelero, la mazamorrera y la champucera.
A las ocho el heladero y el barquillero.
Aún a las nueve de la noche, junto con el toque de cubrefuego, el animero o sacristán de la parroquia salía con capa colorada y farolito en mano pidiendo para las ánimas benditas del purgatorio o para la cera de Nuestro Amo. Este prójimo era el terror de los niños rebeldes para acostarse.
Después de esa hora, era el sereno del barrio quien reemplazaba a los relojes ambulantes, cantando, entre piteo y piteo: «¡Ave María Purísima! ¡Las diez han dado! ¡Viva el Perú, y sereno!». Que eso sí, para los serenos de Lima, por mucho que el tiempo estuviese nublado o lluvioso, la consigna era declararlo ¡sereno! Y de sesenta en sesenta minutos se repetía el canticio hasta el amanecer.
Y hago caso omiso de innumerables pregones que se daban a una hora fija.
¡Ah, tiempos dichosos! Podía en ellos ostentarse por pura chamberinada un cronómetro; pero para saber con fijeza la hora en que uno vivía, ningún reloj más puntual que el pregón de los vendedores. Ése sí que no discrepaba pelo de segundo ni había para qué limpiarlo o enviarlo a la enfermería cada seis meses. ¡Y luego la baratura! Vamos; si cuando empiezo a hablar de antiguallas se me va el santo al cielo y corre la pluma sobre el papel como caballo desbocado. Punto a la digresión, y sigamos con nuestro insurgente ollero.
Apenas terminaba su pregón en cada esquina, cuando salían a la puerta todos los vecinos que tenían necesidad de utensilios de cocina.
III
Pedro Manzanares, mayordomo del señor Luna Pizarro, era un negrito retinto, con toda la lisura criolla de los budingas y mataperros de Lima, gran decidor de desvergüenzas, cantador, guitarrista y navajero, pero muy leal a su amo y muy mimado por éste. Jamás dejaba de acudir al pregón y pagar un real por una olla de barro; pero al día siguiente volvía a presentarse en la puerta, utensilio en mano, gritando: «Oiga usted, so cholo ladronazo, con sus ollas que se chirrean toditas... Ya puede usted cambiarme esta que le compré ayer, antes de que se la rompa en la tutuma para enseñarlo a no engañar al marchante. ¡Pedazo de pillo!».
El alfarero sonreía como quien desprecia injurias, y cambiaba la olla.
Y tanto se repitió la escena de compra y cambio de ollas y el agasajo de palabrotas, soportadas siempre con paciencia por el indio, que el barbero de la esquina, andaluz entrometido, llegó a decir una mañana:
-¡Córcholis! ¡Vaya con el cleriguito para cominero! Ni yo, que soy un pobre de hacha, hago tanta alharaca por un miserable real. ¡Recórcholis! Oye, macuito. Las ollas de barro y las mujeres que también son de barro, se toman sin lugar a devolución, y el que se lleva chasco ¡contracórcholis! se mama el dedo meñique, y ni chista ni mista y se aguanta el clavo, sin molestar con gritos y lamentaciones al vecindario.
-Y a usted, so godo de cuernos, cascabel sonajero, ¿quién le dio vela en este entierro? -contestó con su habitual insolencia el negrito Manzanares-. Vaya usted a desollar barbas y cascar liendres, y no se meta en lo que no le va ni le viene, so adefesio en misa de una, so chapetón embreado y de ciento en carga...
Al oírse apostrofar así, se le avinagró al andaluz la mostaza, y exclamó ceceando:
-¡María Zantícima! Hoy me pierdo... ¡Aguárdate, gallinazo de muladar!
Y echando mano al puñalito o limpiadientes, se fue sobre Perico Manzanares, que sin esperar la embestida se refugió en las habitaciones de su amo. ¡Quién sabe si la camorra entre el barbero y el mayordomo habría servido para despertar sospechas sobre las ollas; que de pequeñas causas han surgido grandes efectos! Pero, afortunadamente, ella coincidió con el último viaje que hizo el alfarero trayendo olla contrabandista: pues el escándalo pasó el 5 de julio, y al amanecer del siguiente día abandonaba el virrey Laserna la ciudad, de la cual tomaron posesión los patriotas en la noche del 9.
Cuando el indio, a principios de junio, llevó a San Martín la primera olla devuelta por el mayordomo del Sr. Luna Pizarro, hallábase el general en su gabinete dictando la orden del día. Suspendió la ocupación, y después de leer las cartas que venían en el doble fondo, se volvió a sus ministros García del Río y Monteagudo y les dijo sonriendo:
-Como lo pide el suplicante.
Luego se aproximó al amanuense y añadió:
-Escribe, Manolito, santo, seña y contraseña para hoy: Con días -y ollas- venceremos.
La victoria codiciada por San Martín era apoderarse de Lima sin quemar pólvora; y merced a las ollas que llevaban en el vientre ideas más formidables siempre que los cañones modernos, el éxito fue tan espléndido, que el 28 de julio se juraba en Lima la Independencia y se declaraba la autonomía del Perú. Junín y Ayacucho fueron el corolario.









IV EL PUMA DE SOMBRA- LOS PERROS HAMBRIENTOS( CIRO ALEGRÍA)

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LOS PERROS HAMBRIENTOS
IV- EL PUMA DE SOMBRA

La noche estaba negra. En el redil ladraban los perros, pero no como siempre, con acento monótono y cansino; su voz ahora tenía ahora un dejo de alarma, de rencor, de contenidos ímpetus. Es el ladrido propio de los perros cuando husmean, en el viento, el acre hedor de los pumas y los zorros.
-¡Guá!, sienten ondel puma dejuro – apuntó el Timoteo.
En los rediles vecinos también cundió la alarma. La noche se pobló de ladridos y gritos. Los amos, con su vocerío, alentaban a sus canes y atemorizaban a las presuntas fieras rondadoras:
-Echaleee…, échale, échale, échaleeee…
-Puma,puma, pumaaaa…
-Zorro, zorro, zorroooo….
Y era en verdad una noche favorable a la incursión de los dañinos. no brillaba una estrella. Noche sin cielo ni espacio, negada a las miradas y a los pasos, atestada de sombra. En tiempos pasados y en una noche así, el puma asaltó el redil de los Robles. Trueno lo atacó y persiguió en su huida. Terminaron por trabarse en una lucha feroz, pues el perro retornó al cabo de mucho rato, jadeando y lleno de heridas. En vano la Juana aplicó a las brechas limón con sal y ron blanco. Sangrando, sangrando hasta el amanecer, murió. Pero en la tarde de ese mismo día, los gallinazos planeaban repetidamente sobre una loma y descendían tras ella. El Simón fue a inspeccionar y comprobó con Trueno también tenía los colmillos firmes: el puma estaba muerto.
Entonces fue cuando resolvió ir donde don Roberto Poma en pos de dos cachorros. Zambo, Wanka y sus vastagos, si bien realizaban las tareas del pastoreo como perros de buena ley, no contaban entre sus episodios ninguno cruento aún, aunque cuatro gargantas en un solo redil son muchos para que cualquier dañino se atreva a acercarse. Verdad que corretearon, sin duda, a zorros  y pumas, pero ellos, prevenidos, arrancaron a buena distancia y pudieron refugiarse oportunamente en los espesos montales de las quebradas. Acaso sería descortés silenciar en este momento a Shapra. El, guardián de la casa, atrapó y dio muerte a su canchaluco que iba en pos de las gallinas. El muy cazurro canchaluco acostumbra enroscar su largo y desnudo rabo en el cuello de sus víctimas y arrastrarlas a todo correr. Así hizo el difunto con una de sus gallinas que dormían en la jaula de varas adosada a la pared trasera del bohío. Pero sus compañeras armaron un gran alboroto y como ella misma pesaba mucho y gritaba como mejor se lo permitía su apretado pescuezo, el canchaluco no pudo avanzar gran cosa y Shapra cogió la pista rápidamente. Para peor, o mejor, al uerer saltar una acequia, el peso le restó impulso y el raptor cayó con su víctima al agua. Shapra les dio alcance allí. La lucha no fue muy épica. De dos tarascadas le rompió el cuello. A mayor abundamiento, los otros perros llegaron reclamando su parte en la contienda y pronto hicieron cendales al desafortunado cazador.
Ahora los perros ladraban coléricamente, ganosos de acción. Acaso sus mimos deseos de pelea les hacían sentir pumas y zorros donde no había sino hojas agitadas por el viento. De pronto, saltaron el redil y corrieron disparados a través de los campos. Desde el bohío se escuchaba muy lejano su ladrido.
-Vamos onde la majada- dijo el Simón Robles -.El zorro es muy sabido. Si está alguno poray, de juro quial sentir que los perros andan por otro lao él viene…
Efectivamente, ladino es el zorro. En este caso llevaría un cordero. Como no tiene mucha fuerza, mata ovejas sólo cuando las encuentra perdidas por el campo. De lo contrario, rapta únicamente corderos ygallinas, pues su menor peso le permite huir velozmente.
El Simón Robles  y sus familiares entraron en el redil y tomaron asiento sobre la paja de los perros. Es original e impresionante el aspecto que  ofrece una manada en la noche. Borrada por la oscuridad sólo se le ven los ojos. Fulgen , amarillos e inmóviles, en medio de las sombras. Se diría que arden centenares de extrañas luces quietas. O , más bien, que están allí las restantes ascuas de un raro incendio amarillo. Tragada por la oscuridad la blancura de los vellones, los ojos pierden su carácter animal y esplenden en la noche como gemas fantásticas. Los Robles estaban acostumbrados a ver eso y, sin comentario, se pusieron a gritar para que su presencia en el redil se notara:
-Zorro, zorro, zorrooooo….
 Cada vez más lejos, por aquí y por allá ladraban los perros. Sucede así cuando no tienen pista segura o no logran precisar nada. El Simón lo hizo notar y luego dijo:
-La noche miente y asusta ondel animal y también ondel cristiano. La sombra pare pumas y zorros que nuay, pare miedos…
La oscuridad apenas permitía que los otros sospecharan la silueta del Simón. Pero el aroma de la coca que masticaba y el golpe, sobre un nudo del pulgar, del checo guardador de la cal con que endulzaba la bola, indicaban netamente su presencia y hasta sus actitudes. El Timoteo, cuya adolescencia usaba ya la hoja dulciamarga, no chacchaba de noche.
- Asiés , asiés- continuó y callóse de pronto, sin duda porque en ese momento introducía el alambre cubierto de cal ala boca para que la hoja, abultada en uno de los carrillos, se macerará. El alambre está adherido a la tapa del checo. En la operación de pasarlo sobre la coca húmeda se moja, y en esta condición vuelve al checo, que al ser agitado golpeándolo sobre un nudillo lo cubre con cal que guarda, dejándolo otra vez listo para llevar su carga de bola. Cholos e indios, en los descansos de las tareas, se sientan en fila y coquean masticando la hoja lentamente. El golpecito del checo, sordo y repetido, forma una especie de música. Dicen que, de día, la coca acrecienta las fuerzas para el trabajo. De noche, por lo menos al Simón, le aumentaba las ganas de hablar. A otros, en cambio, los concentra y torna silenciosos. Es  que él era un charlador de fibra. Pero esto no quiere decir, desde luego, que fuera un charlatán. Al contrario: era capaz de hondos y meditativos silenciosos. Pero cuando de su pecho brotaba el habla, la voz le fluía con espontaneidad de agua y cada palabra ocupaba el lugar adecuado y tenía el acento justo.
En ese rato, sin duda, iba a contar una de sus  historias. No se sabía cuándo podía estimárselas reales o fantásticas. el les daba a todas un igual tono de veracidad y sacaba las conclusiones del caso. Y ahora, por ejemplo, sus auditores no sabrían  decir si así afirmaba el Libro Santo o si era que el Simón añadía acontecimientos de su cosecha.
 Y, aprovechando el encuentro, veamos de cuerpo entero al Simón- que se presenta mucho y no debemos pasarlo a la ligera-, aunque por el momento se halle escondido en la sombra. Era un cholo cetrino, cuya faz de rasgos indios estaba pulida por el torrente hispánico que se mezclaba en su ancestro. Así, no eran tan prominentes los pómulos ni la boca y tenía la nariz más  bien larga y no quebrada. Ya estaba viejo y la perilla y el bigote raleaban un gris entrecano . Los párpados rugosos y bolsudos no disimulaban la movediza y brillante picardía de los ojos pardos. La indumentaria de nuestro amigo era la regional: sombrero de junco, poncho largo, camisa, pantalón oscuro sujeto con una faja de colores, ojotas. La espalda se le encorvaba un poco, pero nadie lo juzgaría acabado. Su cuerpo estaba lleno de notorios músculos que rezumaban energía y sus manos eran las grandotas de quien labra la tierra ancha y sujeta la rienda dura.
Por todo lo que ya le hemos apuntado: su flauta, su caja, sus perros, sus historias, tenía fama el Simón. También tenía hijos. Fuera de los que conocemos, una mujer y dos hombres estaban lejos: la una enmaridada como la Martina, los otros en trajines de arriería. La Juana, desde luego, había respondido a su afán vital. La vejez no lograba exprimirle aún sus amplias y redondas caderas, sus pechos henchidos ni su vientre combo. Y como de tal palo tal astilla- y en este caso eran dos los fuertes maderos-, los hijos caminaban por el mundo fuertes y morenos, mano a mano con la vida.
Pero volvamos aquella noche y aquella hora. El Simón tornó a golpear el checo sobre el nudillo y hablo:
-Y asiés la historia e la sombra o más bien la diun puma yotras cosas e sombra. Oiganmé…
Jué que nustro padre Adán taba en el Paraíso, llevando, comues sabido, la regalada vida. Toda jruta bía ay: ya seya mangos, chirimoyas, naranjas, paltas o guayabas y cuanta jruta se ve puel mundo. Toda laya e animales también bía y tos se llevaban bien dentrellos y también con nustro padre. Y velay quel no necesitaba más questirar la  mano pa tener lo que quería. Pero la condición e to cristiano es descontentarse. Y ay ta que nuestro padre Adán le reclamó ondel Señor. Nues cierto que le pidiera mujer primero. Primero le pidió que quitara la noche. “Señor- de dijo-, quita la sombra; no hagas noche, que todo seya solamente día”. Y el Señor le dijo: “¿Pa qué”? Y nustro padre le dijo: “Po que tengo miedo: No veyo ni puedo caminar y tengo miedo”. Y entón le contestó el Señor:  “La noche pa dormir sia hecho”. Y nustro padre Adán dijo: “Siestoy quieto, me parece quiun animal miatacará aprovechando lescuridá”. “¡Ah!- dijuel Señor-, eso miace ver que tienes malos pensamientos. Niun animal sia hecho pa que ataque ondel otro”. “Asiés Señor, pero tengo miedo en la sombra: haz sólo día, que todito brille con la luz”, le rogó nustro padre. Y entón contestuel Señor: “lo hecho ta hecho”, po quel Señor no deshace lo que ya hizo. Y después le dijo a nustro padre: “Mira”, señalando pa un lao. Y nustro padre vido un puma grandenque, más grande que toitos, que se puso a venirse bramando con una voz muy faya. Y parecía que tenía que comelo onde nustro padre. Abría la bocota al tiempo que caminaba. Y nustro padre taba asustao viendo cómo venía contra dél el puma. Y en eso ya llegaba y ya lo pescaba, pero velay que se va deshaciendo, que pasa po su encima sin dañalo nada y después se pierde en el aire. Era, pues, un puma e sombra. Y el Señor le dijo: “Ya ves, era pura sombra. Asiés la noche. No tengas miedo. 
 El miedo hace cosas e sombra”. Y se jué sin hacele caso a nustro padre. Pero como nustro padre también no sabía hacer caso, aunque endebidamente, siguió asustándose po la noche. Y después le pegó su maña onde los animales. Y es así como se ve diablos, duendes y ánimas en pena y también pumas y zorros y toda laya e feyaldades dentre la noche. Y las más e las veces son meramente sombra, comuel puma que lenseñó a nustro padre el Señor. Pero no acaba entuavía la historia. Jué que nustro padre Adán po no saber hacer caso, siempre tenía miedo, como ya les hey dicho, y le pidió compañía ondel Señor. Pero entón le dijo, pa que le diera: “Señor, a toítos les dites compañera, menos onde mí”. Y el Señor, conmuera cierto que toítos tenían, menos él. Tuvo que dale. Y así jué como la mujer lo perdió, po que vino con el miedo y la noche…
Los perros retornaron, fatigados por el trajín, a tenderse en la paja.
El Simón Robles terminó:
-Aura parece que también jué puma e sombra…
Dicho esto, se fueron a dormir. 


jueves, 11 de junio de 2015

LA BOTELLA DE CHICHA

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LA BOTELLA DE CHICHA

          En una ocasión tuve necesidad de una pequeña suma de dinero y como me era  imposible procurármela por las vías ordinarias, decidí hacer una pesquisa por la despensa de mi casa, con la esperanza  de encontrar algún objeto vendible o pignorable. Luego de remover una serie de trastos viejos, divisé, acostada en un almohadón, como una criatura en su cuna, una vieja botella de chicha. Se trataba de una chicha que hacía quince años recibiéramos de una  hacienda del norte y que mis padres guardaban celosamente para utilizarla en un importante suceso familiar. Mi padre me había dicho que la abriría cuando yo "Me recibiera de bachiller". Mi madre, por otra parte, había hecho la misma promesa a mi hermana, para el día "que se casara". Pero ni mi hermana, se había casado ni yo había elegido aún qué profesión iba a estudiar, por la cual  la chicha continuaba durmiendo en el sueño de los justos y cobrando  aquel inapreciable valor que dan a este género de bebidas los descansos prolongados.
     Sin vacilar, cogí la botella del pico y la conduje a mi habitación. Luego de un paciente trabajo logré cortar el alambre y extraer el corcho, que salió despedido como por el ánima de una escopeta. Bebí un dedito para probar su sabor y me hubiera acabado toda la botella si es que no la necesitara para un negocio mejor. Luego de verter su contenido en una pequeña pipa de barro, me dirigí a la calle con la pipa bajo el brazo. Pero a mitad del camino un escrúpulo me asaltó. Había dejado la botella vacía abandonada sobre la mesa y lo menos que podía hacer era restituirla a su  antiguo lugar para disipar en parte las trazas de mi delito. Regresé a casa y para tranquilizar aún más mi conciencia, llené la botella vacía con una buena medida de vinagre, la alambré y la acosté en su almohadón.
     Con la pipa de barro, me dirigí a la chichería de don Eduardo.
     -Fíjate lo que tengo  -dije mostrándole  el recipiente-. Un chicha de jora de veinte años. Sólo quiero por ella treinta soles. Está regalada.
     Don Fernando se echó a reír.
     -¡A mí!, ¡A mí! -exclamó señalándose el pecho- ¡A mí con ese cuento! Todos los días vienen a ofrecerme chicha y no sólo de veinte  años atrás. ¡No me fío  de esas historias! ¡Como si las fuera a creer!
     -Pero yo no te voy a engañar. Pruébala y verás.
     -¿Probarla? ¿Para qué? Si probara todo lo que traen a vender terminaría el día borracho, y lo que es peor, mal emborrachado. ¡Anda, vete  de aquí! Puede ser que en otro lado tengas más suerte.
     Durante media hora recorrí todas la chicherías y bares de  la cuadra. En muchos de ellos ni siquiera me dejaron  hablar. Mi última  decisión fue ofrecer mi producto en las casas particulares pero mis ofertas, por lo general, no pasaron de la servidumbre. El único señor que se avino a recibirme, me preguntó si yo era el mismo que el mes pasado le vendiera un viejo burdeos y como yo, cándidamente, le replicara que sí, fui cubierto de insultos y de amenazas e invitado a desaparecer en la forma menos cordial.
     Humillado por este incidente, resolví regresar a casa. En el camino pensé que la única recompensa, luego de empresa tan vana, sería beberme la botella de chicha. Pero luego consideré  que mi conducta sería egoísta, que podía privar a mi familia de su pequeño  tesoro solamente por satisfacer un capricho pasajero, y que lo más cuerdo sería verter la chicha en su botella y  esperar, para beberla, a que mi hermana  se casara o que a mí pudieran llamarme bachiller.
     Cuando llegué a casa había oscurecido y me  sorprendió ver algunos carros en la puerta y muchas luces en las ventanas. No bien había ingresado a la cocina cuando sentí una voz que me interpelaba en la penumbra. Apenas tuve tiempo de ocular la pipa de barro tras una pila de periódicos.
     -¿Eres tú el que anda por allí? -preguntó mi madre, encendiendo la luz- ¡Esperándote como locos! ¡Ha llegado Raúl! ¿Te das cuenta? ¡Anda a saludarlo! ¡Tantos años que no ves a tu hermano! ¡Corre! que ha preguntado por ti.
     Cuando ingresé  a la sala quedé horrorizado. Sobre la mesa central estaba la botella de chicha aún sin descorchar. Apenas pude  abrazar a mi hermano y observar que le había brotado un ridículo mostacho. "Cuando tu hermano regrese", era otra de las circunstancias esperadas. Y mi hermano estaba allí y estaban también otras personas y la botella y minúsculas copas pues una bebida tan valiosa necesitaba administrarse como una medicina.
     -Ahora que todos estamos reunidos -habló mi padre- vamos al fin a poder brindar con la vieja chicha -y agració a los invitados con una larga historia acerca de la botella, exagerando, como era de esperar, su antigüedad. A mitad de su discurso, los circunstantes se relamían los labios.
     La botella se descorchó, las copas se llenaron, se lanzó una que otra improvisación y llegado el momento del brindis observé  que las copias se dirigían a los labios rectamente, inocentemente, y regresaban vacías a la mesa, entre grandes exclamaciones de placer.
     -¡Excelente bebida!
     -¡Nunca he tomado algo semejante!
     -¿Cómo me dijo? ¿Treinta años guardada?
     -¡Es digna de un cardenal!
   -¡Yo soy un experto  en bebidas, le aseguro, don Bonifacio, que como ésta ninguna!
     Y mi hermano, conmovido por tan grande homenaje, añadió:
     -Yo les agradezco, mis queridos padres, por haberme reservado esta sorpresa con ocasión de mi llegada.
     El único que, naturalmente, no bebió  una gota, fui yo. Luego de acercármela a las narices y aspirar su nauseabundo olor a vinagre, la arrojé con disimulo en un florero.
     Pero los concurrentes estaban excitados. Muchos de ellos dijeron que se habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado  que insinuara sino tenía por allí otra botellita escondida.
     -¡Oh, no! -replicó-. De estas cosas sólo una! Es mucho pedir.
     Noté, entonces, una consternación tan sincera en los invitados, que me creí en la obligación de intervenir
     -Yo tengo por allí una pipa con chicha.
     -¿Tú? -preguntó mi padre, sorprendido.
     -Sí, una pipa pequeña. Un hombre vino a venderla... Dijo que era antigua.
     -¡Bah! ¡Cuentos!
     -Y yo se lo compré por cinco soles.
     -¿Por cinco soles? ¡No has debido pagar ni una peseta!
   -A ver la probamos -dijo  mi hermano-. Así veremos la diferencia.
     -Sí, ¡que la traiga! -pidieron los invitados.
     Mi padre, al ver tal espectativa, no tuvo más remedio que aceptar y yo me precipité hacia la cocina.Luego de extraer la pipa bajo el montón de periódicos, regresé a la sala con mi trofe entre las manos.
     -¡Aquí está! -exclamé, entregándosela a mi padre.
     -¡Hum! -dijo él, observando la pipa con desconfianza-. Estas pipas son de última fabricación. Si no me equivoco, yo compré hace poco -y acercó la nariz al recipiente- ¡Qué olor! ¡No! ¡Esto es una broma! ¿Dónde has comprado esto, muchacho? ¡Te han engañado! ¡Qué tontería! Debías haber consultado -y para justificar su actitud hizo circular la botija entre los concurrentes, quienes ordenadamente la olían y después de hacer una mueca de repugnancia, la pasaba a su vecino.
     -¡Vinagre!
     -Me descompone el  estómago!
     -Pero ¿es que esto se puede tomar?
     -¡Es para morirse!
     Y como las expresiones aumentaban de tono, mi padre sintió renacer en sí su función moralizadora de jefe de familia y, tomando la pipa con una mano y a mí de una oreja con la otra, se dirigió a la puerta de la calle.
    -Ya te lo decía- ¡Te has dejado engañar como un bellaco! ¡Verás lo que se hace con esto!
     Abrió la puerta y, con gran impulso, arrojó  la pipa a la calle, por encima del muro. Un ruido de botija rota estalló en un segundo.  Recibiendo un coscorrón en la cabeza, fui enviado a dar una vuelta  por el jardín y mientras mi padre se frotaba las manos, satisfecho de su proceder, observé que en la cera pública, nuestra chicha, nuestra magnífica chicha norteña, guardada con tanto esmero durante quince años, respetada en tantos pequeños y tentadores compromiso, yacía extendida en una roja y dolorosa mancha. Un automóvil  la   pisó alargándola en dos huellas; una hoja de otoño naufragó en su superficie; un perro se acercó, lo olió y la meó.
                                                                                                                           (Julio Ramón Ribeyro)

EL LENGUADO


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EL LENGUADO
                                                                                                                                          
Como todas las tardes, calentaba su cuerpo bajo el sol, la espalda tibia mientras demoraba el momento de darse el último chapuzón en el mar. Se acercaba la hora del lonche. Lo notó por las sombras que bajaban de los cerros y un ligero frío en el estómago que la hizo imaginar los panes recién salidos del horno de la única panadería del balneario. Jugó un rato más con la arena, mirando cómo los granitos se escurrían entre los dedos y caían blandamente. Era el tiempo evocado en el cuaderno de sexto grado. Escuchó entonces la voz de Margarita al otro lado de la playa. Venía corriendo como un potro desbocado.
-              Adivina qué –dijo-, mañana me prestan el bote.
-              ¡Júrame que es verdad! –exclamó Johanna, entusiasmada.
-              Lo juro –enfatizó solemnemente Margarita, y ambas cruzaron las manos tocándose las muñecas. Habían decidido que esa sería la forma de juramentar y asegurar que las promesas se cumplieran.
Ambas rieron a carcajadas y fueron a bañarse en el mar para luego salir corriendo a pedir permiso a las mamás. Toda la semana habían estado planeando el día de pesca y al fin les prestaban el “Delfín”.
-              Nos vamos a demorar, porque un remo está roto –advirtió Margarita mientras subían al pueblo.
-              No importa –replicó rápidamente ella. Estaba tan contenta que ese detalle no tenía ninguna importancia. Más bien le propuso: Mañana nos levantamos temprano y compramos cosas para comer.
-              De acuerdo –dijo Margarita, y se despidieron hasta la noche.
Cuando Johanna llegó al muelle el día siguiente encontró a Margarita con los remos en ambos brazos. Los encargaron a un pescador amigo y fueron a comprar la carnada; luego gaseosas y chocolates, pues ése sería su almuerzo. Gastaron toda su propina, pero sintieron que almorzarían mejor que nunca. Ya en el bote, respiraron profundamente dando inicio así a la aventura: el primer día de pesca de la temporada, la primera tarde que saldrían todo el día solas. El mar estaba brillante como todas las mañanas. Las gaviotas sobrevolaban el “Delfín”.
-              Esta vez no les damos nada, Marga –dijo Johanna mirando las gaviotas. Vamos a estar todo el día de pesca, y quién sabe si nos faltará. Se percibía una loca alegría en la entonación de su voz, y es que se sentía ¡tan importante!
-              Pero si hay un montón de carnada; nunca hemos tenido tanta –respondió Marga eufórica.
-              Mujer precavida vale por dos –respondió con seriedad Johanna. Su madre siempre le decía esa frase y de pronto se sintió adulta.
Margarita se echó a reír y Johanna se contagió. Marga era su mejor amiga y no había nada que le gustara más que estar con ella. Además, eran las únicas chicas de doce años que todavía no querían tener enamorado, porque con ellos no podían hacer nada de lo que en verdad las divertía; por ejemplo, ir a pescar en bote. Cuando los hombres las acompañaban querían remar, colocarles la carnada; se hacían los que sabían todo y eso, a ellas, les daba mucha cólera.
Pasaron por la Casa Ballena y el Torreón con mucho cuidado de no golpear el “Delfín” contra las rocas en las partes más bajas del estrecho. Continuaron remando hasta dejar la bahía y ahí, en el mar abierto, comenzaron a apostar cuánto pescarían.
-              Cuatro caballas, seis tramboyos y... veinte borrachos –adivinó divertida Johanna.
-              Puro borracho, nomás – rió Margarita-. Pero acuérdate que aunque pesquemos sólo anguilas no podemos botar nada.
Parte del acuerdo entre ellas era dejar que todo el balneario viera lo que habían pescado fuera lo que fuera. Los llevarían todos colgados del cordel como habían visto hacer a algunos pescadores en anzuelo y también a sus padres; aunque, claro, ellos pescaban corvinas y lenguados enormes porque se iban mucho más lejos con jeeps que cruzaban los arenales y luego en botes de motor. Además acampaban durante varios días en playas solitarias, cocinando sus propios pescados o comiéndoselos crudos con un poco de limón.
-              Yo voy a pescar un lenguado –sentenció Margarita-. Te lo prometo.
-              Para eso tendríamos que irnos más allá del Lobo Varado –contestó Johanna. Mira, si acabamos de salir de la Bahía.
-              Es cierto, y estoy cansada y con calor. ¿Qué tal si nos bañamos para después remar con más fuerza? –propuso. Johanna aceptó de inmediato.
Nadaron y bucearon un buen rato hasta que se percataron de que el bote se había alejado. Tuvieron que nadar rápidamente para lograr subirse a él. Como el bote era grande y pesado, avanzaba lentamente. Diez metros más allá, decidieron anclarlo para tentar suerte. Durante media hora no pescaron nada: puro yuyo nomás. De pronto, Margarita gritó: “¡Es enorme, es enorme!” Tiraba del cordel con tanta fuerza que el bote parecía a punto de voltearse. Al fin salió. Era un borrachito pequeño que se movía con las justas, pues había sido pescado por el vientre.
-              Bótalo –dijo Johanna desencantada, pero Margarita se molestó y le hizo recordar el pacto de llevar a tierra todo lo que pescaran.
Se movieron todavía unos metros más allá, alejándose siempre de las rocas. Recordaban muchas historias de ahogados cuyas embarcaciones se habían estrellado contra ellas, al subir sorprendentemente la marea. Luego de comer los chocolates y tomar un poco de agua gaseosa, intentaron nuevamente la pesca en un lugar que parecía más adecuado por el silencio que había, distante de las lanchas de motor que ahuyentaban a los peces.
Efectivamente, allí empezaron a pescar con bastante suerte. Margarita había pescado ya una caballa y tres tramboyos; los borrachos no quería ni contarlos. Era la mejor hora del sol, y les provocó bañarse nuevamente; pero cuando Margarita se zambulló en el mar, Johanna –no supo por qué- echó su anzuelo una vez más. Casi inmediatamente sintió un leve tirón, justo en el momento en que Margarita la llamaba para que se uniera a ella. Levantó el anzuelo pensando que era un yuyo, porque no se movía mucho, y de pronto vio, saliendo del mar, un lenguado chico. Lo subió cuidadosamente. Se le cortaba la respiración. Sólo cuando lo tuvo seguro dentro del bote pudo gritar:
-              ¡Un lenguado, Marga! ¡He pescado un lenguado!
Ella subió con un gran salto y quiso agarrarlo, pero Johanna no se lo permitió. Estaba muy nerviosa tratando de sacarle el anzuelo sin hacerle daño. Cuando lo liberó, lo miró con orgullo. Sentía que iba a estallar de alegría, pocas veces en su vida se había sentido tan feliz. Luego de darse un chapuzón, siguió pescando más entusiasmadamente que nunca, sabiendo ya que era capaz de sacar más lenguados y hasta una corvina. Margarita, por su parte, se había quedado callada, como resentida.
Atardecía cuando Margarita se empezó a aburrir. Tomaba gaseosa y la escupía en el mar imaginándose que los peces subirían a tomarla.
-              Mira, mira –decía-. Se distingue el color anaranjado. ¿Tú no crees que los peces sentirán un olor diferente y subirán a ver qué es?
-              Los peces no tienen olfato –respondió Johanna.
No sabía si era la emoción del lenguado, pero ella no se cansaba de pescar, aunque sólo picaban borrachitos. Margarita se puso a contar los pescados. Ella tenía catorce y Johanna solo doce, pero claro, ella tenía su lenguado. Marga se acercó para mirarlo.
-              Es lindo –dijo-, pero está lleno de baba. Voy a lavarlo.
-              ¡No! –replicó Johanna. Se te va a caer.
-              Pero míralo, está horrible –contestó ella de inmediato.
-              Cuando terminemos de pescar los amarramos a todos y sólo entonces los lavamos –sentenció Johanna, porque sabía que la baba podía hacer que el lenguado se le deslizara de las manos.
Minutos después, sin embargo, Margarita se puso a lavarlo. Johanna vio su rostro diferente, como si se hubiera transformado en otra persona. Una chispa extraña centellaba en sus ojos y no se atrevió a decirle nada. De pronto Marga dijo, con una voz suave y ronca, extraña: se me resbaló. Johanna no podía creerlo. Sentía una sensación rara, desconocida hasta entonces. Algo como un derrumbamiento. Estaba a punto de llorar. En un instante había desparecido de su mente la imagen que había guardado durante todo el día. Se había visto ya bajando el muelle son el lenguado, los rostros de sorpresa de todos los chicos del grupo, recibiendo las felicitaciones de los pescadores viejos, sintiéndose más cerca de ellos.
Por más que Margarita la consoló y prometió que pescaría otro igual para dárselo, no podía sacarse de encima esa horrible sensación. Sentía además que odiaba a su amiga. A pesar de ello, siguieron pescando en silencio hasta que se hizo de noche. En la playa, las esperaba asustados, pensando que les había ocurrido algo malo, preparando el rescate con las anclas de los botes levantadas. Antes de bajar, Margarita quiso regalarle la caballa a Johanna, pero ella se negó con rabia. Sabía que no aceptarla significaba dejar de ser amigas como lo habían sido hasta entonces, pero ya nada le importaba. Cuando desembarcaron, Johanna quedó en silencio sin mostrar nada de lo que había pescado, mientras miraba de reojo a Margarita exhibiendo orgullosa su caballa. En ese instante, Johanna comprendió que la dolorosa sensación que la embargaba, no era sólo por haber perdido un lenguado.
(El lenguado de Mariella Salas, en 17 narradoras latinoamericanas, Aique Grupo Editor, 1996)

EL ENTIERRO


EL ENTIERRO


Tomé un asiento vacío en el fondo del salón de la maestra Donna y observé. Todos los alumnos estaban trabajando en una tarea, escribiendo pensamientos en una hoja del cuaderno . La alumna más cercana a mí, estaba llenando su hoja de frases que iniciaban con “no puedo”.

“No puedo hacer divisiones con más de tres numerales”.

“No puedo conseguir caerle bien a Olga”.

Su hoja estaba llena hasta la mitad y ella no daba señales de estar por terminar. Siguió trabajando con determinación y persistencia.

Caminé por la fila para echar vistazos a las tareas de los alumnos. Todos estaban escribiendo oraciones que describían cosas que ellos no podían hacer.

“Terminen la oración que están haciendo ahora y no comiencen otra”, fueron las instrucciones que empleó Donna para indicar que la actividad había terminado. Luego pidió a los alumnos que doblaran sus papeles a la mitad y los llevaran al frente. Cuando llegaron al escritorio de la maestra, colocaron sus enunciados comenzados con “no puedo” en una caja de zapatos vacía.

Cuando todos habían entregados su papel, Donna agregó el suyo. Tapó la caja, la metió bajo el brazo, salió por la puerta y caminó por el pasillo. Los alumnos siguieron a la maestra, yo seguí a los alumnos.

¡Iban a enterrar al “no puedo”! Donna pronunció la oración.

“Amigos, estamos reunidos el día de hoy para honrar la memoria del “no puedo”. Mientras estuvo con nosotros en la tierra, afectó la vida de todos, las de algunos más que las de otros”.

Le hemos proporcionado alno puedouna última morada y una lápida que contiene su epitafio, se sobreviven sus hermanos y su hermana: puedo,lo haréy comenzaré de inmediato.

Celebraron el fallecimiento delno puedocon galletas, palomitas y jugos de fruta. Como parte de la celebración, Donna recortó una gran lápida de papel. Escribió las palabrasno puedoen la parte superior y en medio puso RIP. En la parte inferior añadió la fecha.

La lápida de papel estuvo colgada en el salón de Donna durante el resto del año. En las contadas ocasiones en que un alumno lo olvidaba y decíano puedo, Donna simplemente señalaba el rótulo de RIP Así, el alumno recordaba que elno puedoestaba muerto y decidía cambiar el enunciado.





Iniciativa, Ingenio, Creatividad, Autoestima, Confianza, Trabajo