jueves, 10 de diciembre de 2015

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS

 


El almohadón de plumas
(Cuento)



Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus ensoñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho; sin embargo, con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda ella hubiera deseado menos severidad en ese rígido ciclo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus acontecimientos. La blancura del patio silencio-so - frisos, columnas y estatuas de mármol producía una otoñal im­presión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante había conclui­do por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influencia que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir del jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y a otro lado. De pronto Jordán, con una honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato es­condida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ese último día en que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole cama y descanso absolutos.
-No sé- le dijo a Jordán en la puerta de la calle con la voz todavía baja.-Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada. Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de mar­cha agudísima completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendi­das y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba, Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose cada instante a un extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego al ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamen­te abiertos, no hacía si no mirar la alfombra a uno y al otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán!- clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer, Alicia lanzó un alarido de horror.
 -¡Soy yo, Alicia, soy yo!
      Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas las manos de su marido, acariciándolas por media hora, temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fija en ella sus ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente nada cómo. En última consulta Alicia yacía en estupor, mientras la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
      -Pst...- se encogió de hombros desalentado su médico-. -Es un caso serio... Poco hay que hacer.
      -¡Sólo eso me faltaba!-resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde pero remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le iba la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundi­miento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus temores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebres encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el sonido monótono que salía de la cama, y el sordo retumbó de los eternos pasos de Jordán.
     Alicia murió por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
     -¡Señor!- llamó a Jordán en voz baja.- En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
     Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
     - Parecen picaduras-murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
     -Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
     La sirvienta lo levantó; pero enseguida lo dejó caer y miró a aquél, lívida y temblan­do. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay?- murmuró con la voz ronca.
- Pesa mucho- articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinaria-mente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviéndose lenta­mente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y visco­sa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosa­mente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece series parti­cularmente favorables, y no es raro hallarlos en los almohadones de plumas.

* Horacio Quiroga (1878-1938) Radicado en la Argentina. Hizo vida retraída en la selva de Chaco y Misiones. Sus cuentos le dan categoría suprema entre los cuentos de habla españo­la. Entre sus libros hay que citar «Cuentos de la Selva». «Anaconda», «La gallina degollada y otros cuentos».


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