lunes, 13 de julio de 2015

CON DIAS Y OLLAS VENCEREMOS- TRADICIONES PERUANAS- RICARDO PALMA

LEE EL SIGUIENTE TEXTO Y LUEGO REDACTA UNA HISTORIETA
CON  DIAS Y OLLAS VENCEREMOS- TRADICIONES PERUANAS- RICARDO PALMA


A principios de junio de 1821, y cuando acababan de iniciarse las famosas negociaciones o armisticio de Punchauca entre el virrey Laserna y el general San Martín, recibió el ejército patriota, acantonado en Huaura, el siguiente santo, seña y contraseña: Con días -y ollas- venceremos.
Para todos, exceptuando Monteagudo, Luzuriaga, Guido y García del Río, el santo y seña era una charada estúpida, una frase disparatada; y los que juzgaban a San Martín más cristiana y caritativamente se alzaban de hombros murmurando: «¡Extravagancias del general!».
Sin embargo, el santo y seña tenía malicia o entripado, y es la síntesis de un gran suceso histórico. Y de eso es de lo que me propongo hoy hablar, apoyando mi relato, más que en la tradición oral que he oído contar al amanuense de San Martín y a otros soldados de la patria vieja, en la autoridad de mi amigo el escritor bonaerense D. Mariano Pelliza, que a vuela pluma se ocupa del santo y seña en uno de sus interesantes libros.
I
San Martín, por juiciosas razones que la historia consigna y aplaude, no quería deber la ocupación de Lima al éxito de una batalla, sino a los manejos y ardides de la política. Sus impacientes tropas, ganosas de habérselas cuanto antes con los engreídos realistas, rabiaban mirando la aparente pachorra del general; pero el héroe argentino tenía en mira, como acabamos de apuntarlo, pisar Lima sin consumo de pólvora y sin lo que para él importaba más, exponer la vida de sus soldados; pues en verdad no andaba sobrado de ellos.
En correspondencia secreta y constante con los patriotas de la capital, confiaba en el entusiasmo y actividad de éstos para conspirar, empeño que había producido ya, entre otros hechos de importancia para la causa libertadora, la defección del batallón Numancia.
Pero con frecuencia los espías y las partidas de exploración o avanzadas lograban interceptar las comunicaciones entre San Martín y sus amigos, frustrando no pocas veces el desarrollo de un plan. Esta contrariedad, reagravada con el fusilamiento que hacían los españoles de aquellos a quienes sorprendían con cartas en clave, traía inquieto y pensativo al emprendedor caudillo. Era necesario encontrar a todo trance un medio seguro y expedito de comunicación.
Preocupado con este pensamiento, paseaba una tarde el general, acompañado de Guido y un ayudante, por la larga y única calle de Huaura, cuando, a inmediaciones del puente, fijó su distraída mirada en un caserón viejo que en el patio tenía un horno para fundición de ladrillos y obras de alfarería. En aquel tiempo, en que no llegaba por acá la porcelana hechiza, era éste lucrativo oficio; pues así la vajilla de uso diario como los utensilios de cocina eran de barro cocido y calcinado en el país, salvos tal cual jarrón de Guadalajara y las escudillas de plata, que ciertamente figuraban sólo en la mesa de gente acomodada.
San Martín tuvo una de esas repentinas y misteriosas inspiraciones que acuden únicamente al cerebro de los hombres de genio, y exclamó para sí: «¡Eureka! Ya está resuelta la X del problema».
El dueño de la casa era un indio entrado en años, de espíritu despierto y gran partidario de los insurgentes. Entendiose con él San Martín, y el alfarero se comprometió a fabricar una olla con doble fondo, tan diestramente preparada que el ojo más experto no pudiera descubrir la trampa.
El indio hacía semanalmente un viajecito a Lima, conduciendo dos mulas cargadas de platos y ollas de barro, que aún no se conocían por nuestra tierra las de peltre o cobre estañado. Entre estas últimas y sin diferenciarse ostensiblemente de las que componían el resto de la carga, iba la olla revolucionaria, llevando en su doble fondo importantísimas cartas en cifra. El conductor se dejaba registrar por cuanta partida de campo encontraba, respondía con naturalidad a los interrogatorios, se quitaba el sombrero cuando el oficial del piquete pronunciaba el nombre de Fernando VII, nuestro amo y señor, y lo dejaban seguir su viaje, no sin hacerle gritar antes «¡Viva el rey! ¡Muera la patria!». ¿Quién demonios iba a imaginarse que ese pobre indio viejo andaba tan seriamente metido en belenes de política?
Nuestro alfarero era, como cierto soldado, gran repentista o improvisador de coplas que, tomado prisionero por un coronel español, éste como por burla o para hacerlo renegar de su bandera le dijo:
-Mira, palangana, te regalo un peso si haces una cuarteta con el pie forzado que voy a darte:
Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación.
-No tengo el menor conveniente, señor coronel -contestó el prisionero-. Escuche usted:
Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación;
pero es con la condición
de que en mí no tenga mando...
y venga mi patacón.
II
Vivía el Sr. D. Francisco Javier de Luna Pizarro, sacerdote que ejerció desde entonces gran influencia en el país, en la casa fronteriza a la iglesia de la Concepción, y él fue el patriota designado por San Martín para entenderse con el ollero. Pasaba éste a las ocho de la mañana por la calle de la Concepción pregonando con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ollas y platos! ¡Baratos! ¡Baratos!, que, hasta hace pocos años, los vendedores de Lima podían dar tema para un libro por la especialidad de sus pregones. Algo más. Casas había en que para saber la hora no se consultaba reloj, sino el pregón de los vendedores ambulantes.
Lima ha ganado en civilización; pero se ha despoetizado, y día por día pierde todo lo que de original y típico hubo en sus costumbres.
Yo he alcanzado esos tiempos en los que parece que, en Lima, la ocupación de los vecinos hubiera sido tener en continuo ejercicio los molinos de masticación llamados dientes y muelas. Juzgue el lector por el siguiente cuadrito de cómo distribuían las horas en mi barrio, allá cuando yo andaba haciendo novillos por huertas y murallas y muy distante de escribir tradiciones y dragonear de poeta, que es otra forma de matar el tiempo o hacer novillos.
La lechera indicaba las seis de la mañana.
La tisanera y la chichera de Terranova daban su pregón a las siete en punto.
El bizcochero y la vendedora de leche-vinagre, que gritaba ¡a la cuajadita!, designaban las ocho, ni minuto más ni minuto menos.
La vendedora de zanguito de ñajú y choncholíes marcaba las nueve, hora de canónigos.
La tamalera era anuncio de las diez.
A las once pasaban la melonera y la mulata de convento vendiendo ranfañote, cocada, bocado de rey, chancaquitas de cancha y de maní, y fréjoles colados.
A las doce aparecían el frutero de canasta llena y proveedor de empanaditas de picadillo.
La una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el alfajorero.
A las dos de la tarde la picaronera, el humitero y el de la rica causa de Trujillo atronaban con sus pregones.
A las tres el melcochero, la turronera y el anticuchero o vendedor de bisteque en palito clamoreaban con más puntualidad que la Mariangola de la Catedral.

A las cuatro gritaban la picantera y el de la piñita de nuez.
A las cinco chillaban el jazminero, el de las caramanducas y el vendedor de flores de trapo, que gritaba: ¡Jardín, jardín! ¿Muchacha, no hueles?
A las seis canturreaban el raicero y el galletero.
A las siete de la noche pregonaban el caramelero, la mazamorrera y la champucera.
A las ocho el heladero y el barquillero.
Aún a las nueve de la noche, junto con el toque de cubrefuego, el animero o sacristán de la parroquia salía con capa colorada y farolito en mano pidiendo para las ánimas benditas del purgatorio o para la cera de Nuestro Amo. Este prójimo era el terror de los niños rebeldes para acostarse.
Después de esa hora, era el sereno del barrio quien reemplazaba a los relojes ambulantes, cantando, entre piteo y piteo: «¡Ave María Purísima! ¡Las diez han dado! ¡Viva el Perú, y sereno!». Que eso sí, para los serenos de Lima, por mucho que el tiempo estuviese nublado o lluvioso, la consigna era declararlo ¡sereno! Y de sesenta en sesenta minutos se repetía el canticio hasta el amanecer.
Y hago caso omiso de innumerables pregones que se daban a una hora fija.
¡Ah, tiempos dichosos! Podía en ellos ostentarse por pura chamberinada un cronómetro; pero para saber con fijeza la hora en que uno vivía, ningún reloj más puntual que el pregón de los vendedores. Ése sí que no discrepaba pelo de segundo ni había para qué limpiarlo o enviarlo a la enfermería cada seis meses. ¡Y luego la baratura! Vamos; si cuando empiezo a hablar de antiguallas se me va el santo al cielo y corre la pluma sobre el papel como caballo desbocado. Punto a la digresión, y sigamos con nuestro insurgente ollero.
Apenas terminaba su pregón en cada esquina, cuando salían a la puerta todos los vecinos que tenían necesidad de utensilios de cocina.
III
Pedro Manzanares, mayordomo del señor Luna Pizarro, era un negrito retinto, con toda la lisura criolla de los budingas y mataperros de Lima, gran decidor de desvergüenzas, cantador, guitarrista y navajero, pero muy leal a su amo y muy mimado por éste. Jamás dejaba de acudir al pregón y pagar un real por una olla de barro; pero al día siguiente volvía a presentarse en la puerta, utensilio en mano, gritando: «Oiga usted, so cholo ladronazo, con sus ollas que se chirrean toditas... Ya puede usted cambiarme esta que le compré ayer, antes de que se la rompa en la tutuma para enseñarlo a no engañar al marchante. ¡Pedazo de pillo!».
El alfarero sonreía como quien desprecia injurias, y cambiaba la olla.
Y tanto se repitió la escena de compra y cambio de ollas y el agasajo de palabrotas, soportadas siempre con paciencia por el indio, que el barbero de la esquina, andaluz entrometido, llegó a decir una mañana:
-¡Córcholis! ¡Vaya con el cleriguito para cominero! Ni yo, que soy un pobre de hacha, hago tanta alharaca por un miserable real. ¡Recórcholis! Oye, macuito. Las ollas de barro y las mujeres que también son de barro, se toman sin lugar a devolución, y el que se lleva chasco ¡contracórcholis! se mama el dedo meñique, y ni chista ni mista y se aguanta el clavo, sin molestar con gritos y lamentaciones al vecindario.
-Y a usted, so godo de cuernos, cascabel sonajero, ¿quién le dio vela en este entierro? -contestó con su habitual insolencia el negrito Manzanares-. Vaya usted a desollar barbas y cascar liendres, y no se meta en lo que no le va ni le viene, so adefesio en misa de una, so chapetón embreado y de ciento en carga...
Al oírse apostrofar así, se le avinagró al andaluz la mostaza, y exclamó ceceando:
-¡María Zantícima! Hoy me pierdo... ¡Aguárdate, gallinazo de muladar!
Y echando mano al puñalito o limpiadientes, se fue sobre Perico Manzanares, que sin esperar la embestida se refugió en las habitaciones de su amo. ¡Quién sabe si la camorra entre el barbero y el mayordomo habría servido para despertar sospechas sobre las ollas; que de pequeñas causas han surgido grandes efectos! Pero, afortunadamente, ella coincidió con el último viaje que hizo el alfarero trayendo olla contrabandista: pues el escándalo pasó el 5 de julio, y al amanecer del siguiente día abandonaba el virrey Laserna la ciudad, de la cual tomaron posesión los patriotas en la noche del 9.
Cuando el indio, a principios de junio, llevó a San Martín la primera olla devuelta por el mayordomo del Sr. Luna Pizarro, hallábase el general en su gabinete dictando la orden del día. Suspendió la ocupación, y después de leer las cartas que venían en el doble fondo, se volvió a sus ministros García del Río y Monteagudo y les dijo sonriendo:
-Como lo pide el suplicante.
Luego se aproximó al amanuense y añadió:
-Escribe, Manolito, santo, seña y contraseña para hoy: Con días -y ollas- venceremos.
La victoria codiciada por San Martín era apoderarse de Lima sin quemar pólvora; y merced a las ollas que llevaban en el vientre ideas más formidables siempre que los cañones modernos, el éxito fue tan espléndido, que el 28 de julio se juraba en Lima la Independencia y se declaraba la autonomía del Perú. Junín y Ayacucho fueron el corolario.









IV EL PUMA DE SOMBRA- LOS PERROS HAMBRIENTOS( CIRO ALEGRÍA)

LEE EL SIGUIENTE TEXTO Y LUEGO ELABORA UNA HISTORIETA.
LOS PERROS HAMBRIENTOS
IV- EL PUMA DE SOMBRA

La noche estaba negra. En el redil ladraban los perros, pero no como siempre, con acento monótono y cansino; su voz ahora tenía ahora un dejo de alarma, de rencor, de contenidos ímpetus. Es el ladrido propio de los perros cuando husmean, en el viento, el acre hedor de los pumas y los zorros.
-¡Guá!, sienten ondel puma dejuro – apuntó el Timoteo.
En los rediles vecinos también cundió la alarma. La noche se pobló de ladridos y gritos. Los amos, con su vocerío, alentaban a sus canes y atemorizaban a las presuntas fieras rondadoras:
-Echaleee…, échale, échale, échaleeee…
-Puma,puma, pumaaaa…
-Zorro, zorro, zorroooo….
Y era en verdad una noche favorable a la incursión de los dañinos. no brillaba una estrella. Noche sin cielo ni espacio, negada a las miradas y a los pasos, atestada de sombra. En tiempos pasados y en una noche así, el puma asaltó el redil de los Robles. Trueno lo atacó y persiguió en su huida. Terminaron por trabarse en una lucha feroz, pues el perro retornó al cabo de mucho rato, jadeando y lleno de heridas. En vano la Juana aplicó a las brechas limón con sal y ron blanco. Sangrando, sangrando hasta el amanecer, murió. Pero en la tarde de ese mismo día, los gallinazos planeaban repetidamente sobre una loma y descendían tras ella. El Simón fue a inspeccionar y comprobó con Trueno también tenía los colmillos firmes: el puma estaba muerto.
Entonces fue cuando resolvió ir donde don Roberto Poma en pos de dos cachorros. Zambo, Wanka y sus vastagos, si bien realizaban las tareas del pastoreo como perros de buena ley, no contaban entre sus episodios ninguno cruento aún, aunque cuatro gargantas en un solo redil son muchos para que cualquier dañino se atreva a acercarse. Verdad que corretearon, sin duda, a zorros  y pumas, pero ellos, prevenidos, arrancaron a buena distancia y pudieron refugiarse oportunamente en los espesos montales de las quebradas. Acaso sería descortés silenciar en este momento a Shapra. El, guardián de la casa, atrapó y dio muerte a su canchaluco que iba en pos de las gallinas. El muy cazurro canchaluco acostumbra enroscar su largo y desnudo rabo en el cuello de sus víctimas y arrastrarlas a todo correr. Así hizo el difunto con una de sus gallinas que dormían en la jaula de varas adosada a la pared trasera del bohío. Pero sus compañeras armaron un gran alboroto y como ella misma pesaba mucho y gritaba como mejor se lo permitía su apretado pescuezo, el canchaluco no pudo avanzar gran cosa y Shapra cogió la pista rápidamente. Para peor, o mejor, al uerer saltar una acequia, el peso le restó impulso y el raptor cayó con su víctima al agua. Shapra les dio alcance allí. La lucha no fue muy épica. De dos tarascadas le rompió el cuello. A mayor abundamiento, los otros perros llegaron reclamando su parte en la contienda y pronto hicieron cendales al desafortunado cazador.
Ahora los perros ladraban coléricamente, ganosos de acción. Acaso sus mimos deseos de pelea les hacían sentir pumas y zorros donde no había sino hojas agitadas por el viento. De pronto, saltaron el redil y corrieron disparados a través de los campos. Desde el bohío se escuchaba muy lejano su ladrido.
-Vamos onde la majada- dijo el Simón Robles -.El zorro es muy sabido. Si está alguno poray, de juro quial sentir que los perros andan por otro lao él viene…
Efectivamente, ladino es el zorro. En este caso llevaría un cordero. Como no tiene mucha fuerza, mata ovejas sólo cuando las encuentra perdidas por el campo. De lo contrario, rapta únicamente corderos ygallinas, pues su menor peso le permite huir velozmente.
El Simón Robles  y sus familiares entraron en el redil y tomaron asiento sobre la paja de los perros. Es original e impresionante el aspecto que  ofrece una manada en la noche. Borrada por la oscuridad sólo se le ven los ojos. Fulgen , amarillos e inmóviles, en medio de las sombras. Se diría que arden centenares de extrañas luces quietas. O , más bien, que están allí las restantes ascuas de un raro incendio amarillo. Tragada por la oscuridad la blancura de los vellones, los ojos pierden su carácter animal y esplenden en la noche como gemas fantásticas. Los Robles estaban acostumbrados a ver eso y, sin comentario, se pusieron a gritar para que su presencia en el redil se notara:
-Zorro, zorro, zorrooooo….
 Cada vez más lejos, por aquí y por allá ladraban los perros. Sucede así cuando no tienen pista segura o no logran precisar nada. El Simón lo hizo notar y luego dijo:
-La noche miente y asusta ondel animal y también ondel cristiano. La sombra pare pumas y zorros que nuay, pare miedos…
La oscuridad apenas permitía que los otros sospecharan la silueta del Simón. Pero el aroma de la coca que masticaba y el golpe, sobre un nudo del pulgar, del checo guardador de la cal con que endulzaba la bola, indicaban netamente su presencia y hasta sus actitudes. El Timoteo, cuya adolescencia usaba ya la hoja dulciamarga, no chacchaba de noche.
- Asiés , asiés- continuó y callóse de pronto, sin duda porque en ese momento introducía el alambre cubierto de cal ala boca para que la hoja, abultada en uno de los carrillos, se macerará. El alambre está adherido a la tapa del checo. En la operación de pasarlo sobre la coca húmeda se moja, y en esta condición vuelve al checo, que al ser agitado golpeándolo sobre un nudillo lo cubre con cal que guarda, dejándolo otra vez listo para llevar su carga de bola. Cholos e indios, en los descansos de las tareas, se sientan en fila y coquean masticando la hoja lentamente. El golpecito del checo, sordo y repetido, forma una especie de música. Dicen que, de día, la coca acrecienta las fuerzas para el trabajo. De noche, por lo menos al Simón, le aumentaba las ganas de hablar. A otros, en cambio, los concentra y torna silenciosos. Es  que él era un charlador de fibra. Pero esto no quiere decir, desde luego, que fuera un charlatán. Al contrario: era capaz de hondos y meditativos silenciosos. Pero cuando de su pecho brotaba el habla, la voz le fluía con espontaneidad de agua y cada palabra ocupaba el lugar adecuado y tenía el acento justo.
En ese rato, sin duda, iba a contar una de sus  historias. No se sabía cuándo podía estimárselas reales o fantásticas. el les daba a todas un igual tono de veracidad y sacaba las conclusiones del caso. Y ahora, por ejemplo, sus auditores no sabrían  decir si así afirmaba el Libro Santo o si era que el Simón añadía acontecimientos de su cosecha.
 Y, aprovechando el encuentro, veamos de cuerpo entero al Simón- que se presenta mucho y no debemos pasarlo a la ligera-, aunque por el momento se halle escondido en la sombra. Era un cholo cetrino, cuya faz de rasgos indios estaba pulida por el torrente hispánico que se mezclaba en su ancestro. Así, no eran tan prominentes los pómulos ni la boca y tenía la nariz más  bien larga y no quebrada. Ya estaba viejo y la perilla y el bigote raleaban un gris entrecano . Los párpados rugosos y bolsudos no disimulaban la movediza y brillante picardía de los ojos pardos. La indumentaria de nuestro amigo era la regional: sombrero de junco, poncho largo, camisa, pantalón oscuro sujeto con una faja de colores, ojotas. La espalda se le encorvaba un poco, pero nadie lo juzgaría acabado. Su cuerpo estaba lleno de notorios músculos que rezumaban energía y sus manos eran las grandotas de quien labra la tierra ancha y sujeta la rienda dura.
Por todo lo que ya le hemos apuntado: su flauta, su caja, sus perros, sus historias, tenía fama el Simón. También tenía hijos. Fuera de los que conocemos, una mujer y dos hombres estaban lejos: la una enmaridada como la Martina, los otros en trajines de arriería. La Juana, desde luego, había respondido a su afán vital. La vejez no lograba exprimirle aún sus amplias y redondas caderas, sus pechos henchidos ni su vientre combo. Y como de tal palo tal astilla- y en este caso eran dos los fuertes maderos-, los hijos caminaban por el mundo fuertes y morenos, mano a mano con la vida.
Pero volvamos aquella noche y aquella hora. El Simón tornó a golpear el checo sobre el nudillo y hablo:
-Y asiés la historia e la sombra o más bien la diun puma yotras cosas e sombra. Oiganmé…
Jué que nustro padre Adán taba en el Paraíso, llevando, comues sabido, la regalada vida. Toda jruta bía ay: ya seya mangos, chirimoyas, naranjas, paltas o guayabas y cuanta jruta se ve puel mundo. Toda laya e animales también bía y tos se llevaban bien dentrellos y también con nustro padre. Y velay quel no necesitaba más questirar la  mano pa tener lo que quería. Pero la condición e to cristiano es descontentarse. Y ay ta que nuestro padre Adán le reclamó ondel Señor. Nues cierto que le pidiera mujer primero. Primero le pidió que quitara la noche. “Señor- de dijo-, quita la sombra; no hagas noche, que todo seya solamente día”. Y el Señor le dijo: “¿Pa qué”? Y nustro padre le dijo: “Po que tengo miedo: No veyo ni puedo caminar y tengo miedo”. Y entón le contestó el Señor:  “La noche pa dormir sia hecho”. Y nustro padre Adán dijo: “Siestoy quieto, me parece quiun animal miatacará aprovechando lescuridá”. “¡Ah!- dijuel Señor-, eso miace ver que tienes malos pensamientos. Niun animal sia hecho pa que ataque ondel otro”. “Asiés Señor, pero tengo miedo en la sombra: haz sólo día, que todito brille con la luz”, le rogó nustro padre. Y entón contestuel Señor: “lo hecho ta hecho”, po quel Señor no deshace lo que ya hizo. Y después le dijo a nustro padre: “Mira”, señalando pa un lao. Y nustro padre vido un puma grandenque, más grande que toitos, que se puso a venirse bramando con una voz muy faya. Y parecía que tenía que comelo onde nustro padre. Abría la bocota al tiempo que caminaba. Y nustro padre taba asustao viendo cómo venía contra dél el puma. Y en eso ya llegaba y ya lo pescaba, pero velay que se va deshaciendo, que pasa po su encima sin dañalo nada y después se pierde en el aire. Era, pues, un puma e sombra. Y el Señor le dijo: “Ya ves, era pura sombra. Asiés la noche. No tengas miedo. 
 El miedo hace cosas e sombra”. Y se jué sin hacele caso a nustro padre. Pero como nustro padre también no sabía hacer caso, aunque endebidamente, siguió asustándose po la noche. Y después le pegó su maña onde los animales. Y es así como se ve diablos, duendes y ánimas en pena y también pumas y zorros y toda laya e feyaldades dentre la noche. Y las más e las veces son meramente sombra, comuel puma que lenseñó a nustro padre el Señor. Pero no acaba entuavía la historia. Jué que nustro padre Adán po no saber hacer caso, siempre tenía miedo, como ya les hey dicho, y le pidió compañía ondel Señor. Pero entón le dijo, pa que le diera: “Señor, a toítos les dites compañera, menos onde mí”. Y el Señor, conmuera cierto que toítos tenían, menos él. Tuvo que dale. Y así jué como la mujer lo perdió, po que vino con el miedo y la noche…
Los perros retornaron, fatigados por el trajín, a tenderse en la paja.
El Simón Robles terminó:
-Aura parece que también jué puma e sombra…
Dicho esto, se fueron a dormir.