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CON
DIAS Y OLLAS VENCEREMOS- TRADICIONES PERUANAS- RICARDO PALMA
A principios de junio de 1821, y cuando
acababan de iniciarse las famosas negociaciones o armisticio de Punchauca entre
el virrey Laserna y el general San Martín, recibió el ejército patriota,
acantonado en Huaura, el siguiente santo, seña y contraseña: Con días -y ollas-
venceremos.
Para todos, exceptuando
Monteagudo, Luzuriaga, Guido y García del Río, el santo y seña era una charada
estúpida, una frase disparatada; y los que juzgaban a San Martín más cristiana
y caritativamente se alzaban de hombros murmurando: «¡Extravagancias del
general!».
Sin embargo, el santo y seña
tenía malicia o entripado, y es la síntesis de un gran suceso histórico. Y de
eso es de lo que me propongo hoy hablar, apoyando mi relato, más que en la
tradición oral que he oído contar al amanuense de San Martín y a otros soldados
de la patria vieja, en la autoridad de mi amigo el escritor bonaerense D.
Mariano Pelliza, que a vuela pluma se ocupa del santo y seña en uno de sus
interesantes libros.
I
San Martín, por juiciosas
razones que la historia consigna y aplaude, no quería deber la ocupación de
Lima al éxito de una batalla, sino a los manejos y ardides de la política. Sus
impacientes tropas, ganosas de habérselas cuanto antes con los engreídos
realistas, rabiaban mirando la aparente pachorra del general; pero el héroe
argentino tenía en mira, como acabamos de apuntarlo, pisar Lima sin consumo de
pólvora y sin lo que para él importaba más, exponer la vida de sus soldados;
pues en verdad no andaba sobrado de ellos.
En correspondencia secreta y
constante con los patriotas de la capital, confiaba en el entusiasmo y
actividad de éstos para conspirar, empeño que había producido ya, entre otros
hechos de importancia para la causa libertadora, la defección del batallón
Numancia.
Pero con frecuencia los espías
y las partidas de exploración o avanzadas lograban interceptar las comunicaciones
entre San Martín y sus amigos, frustrando no pocas veces el desarrollo de un
plan. Esta contrariedad, reagravada con el fusilamiento que hacían los
españoles de aquellos a quienes sorprendían con cartas en clave, traía inquieto
y pensativo al emprendedor caudillo. Era necesario encontrar a todo trance un
medio seguro y expedito de comunicación.
Preocupado con este
pensamiento, paseaba una tarde el general, acompañado de Guido y un ayudante,
por la larga y única calle de Huaura, cuando, a inmediaciones del puente, fijó
su distraída mirada en un caserón viejo que en el patio tenía un horno para
fundición de ladrillos y obras de alfarería. En aquel tiempo, en que no llegaba
por acá la porcelana hechiza, era éste lucrativo oficio; pues así la vajilla de
uso diario como los utensilios de cocina eran de barro cocido y calcinado en el
país, salvos tal cual jarrón de Guadalajara y las escudillas de plata, que
ciertamente figuraban sólo en la mesa de gente acomodada.
San Martín tuvo una de esas
repentinas y misteriosas inspiraciones que acuden únicamente al cerebro de los
hombres de genio, y exclamó para sí: «¡Eureka! Ya está resuelta la X del
problema».
El dueño de la casa era un
indio entrado en años, de espíritu despierto y gran partidario de los insurgentes.
Entendiose con él San Martín, y el alfarero se comprometió a fabricar una olla
con doble fondo, tan diestramente preparada que el ojo más experto no pudiera
descubrir la trampa.
El indio hacía semanalmente un
viajecito a Lima, conduciendo dos mulas cargadas de platos y ollas de barro,
que aún no se conocían por nuestra tierra las de peltre o cobre estañado. Entre
estas últimas y sin diferenciarse ostensiblemente de las que componían el resto
de la carga, iba la olla revolucionaria, llevando en su doble fondo
importantísimas cartas en cifra. El conductor se dejaba registrar por cuanta
partida de campo encontraba, respondía con naturalidad a los interrogatorios,
se quitaba el sombrero cuando el oficial del piquete pronunciaba el nombre de
Fernando VII, nuestro amo y señor, y lo dejaban seguir su viaje, no sin hacerle
gritar antes «¡Viva el rey! ¡Muera la patria!». ¿Quién demonios iba a
imaginarse que ese pobre indio viejo andaba tan seriamente metido en belenes de
política?
Nuestro alfarero era, como
cierto soldado, gran repentista o improvisador de coplas que, tomado prisionero
por un coronel español, éste como por burla o para hacerlo renegar de su
bandera le dijo:
-Mira, palangana, te regalo un
peso si haces una cuarteta con el pie forzado que voy a darte:
Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación.
-No tengo el menor
conveniente, señor coronel -contestó el prisionero-. Escuche usted:
Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación;
pero es con la condición
de que en mí no tenga mando...
y venga mi patacón.
II
Vivía el Sr. D. Francisco
Javier de Luna Pizarro, sacerdote que ejerció desde entonces gran influencia en
el país, en la casa fronteriza a la iglesia de la Concepción, y él fue el
patriota designado por San Martín para entenderse con el ollero. Pasaba éste a
las ocho de la mañana por la calle de la Concepción pregonando con toda la
fuerza de sus pulmones: ¡Ollas y platos! ¡Baratos! ¡Baratos!, que, hasta hace
pocos años, los vendedores de Lima podían dar tema para un libro por la especialidad
de sus pregones. Algo más. Casas había en que para saber la hora no se
consultaba reloj, sino el pregón de los vendedores ambulantes.
Lima ha ganado en
civilización; pero se ha despoetizado, y día por día pierde todo lo que de
original y típico hubo en sus costumbres.
Yo he alcanzado esos tiempos
en los que parece que, en Lima, la ocupación de los vecinos hubiera sido tener
en continuo ejercicio los molinos de masticación llamados dientes y muelas.
Juzgue el lector por el siguiente cuadrito de cómo distribuían las horas en mi
barrio, allá cuando yo andaba haciendo novillos por huertas y murallas y muy
distante de escribir tradiciones y dragonear de poeta, que es otra forma de
matar el tiempo o hacer novillos.
La lechera indicaba las seis
de la mañana.
La tisanera y la chichera de
Terranova daban su pregón a las siete en punto.
El bizcochero y la vendedora
de leche-vinagre, que gritaba ¡a la cuajadita!, designaban las ocho, ni minuto
más ni minuto menos.
La vendedora de zanguito de
ñajú y choncholíes marcaba las nueve, hora de canónigos.
La tamalera era anuncio de las
diez.
A las once pasaban la melonera
y la mulata de convento vendiendo ranfañote, cocada, bocado de rey,
chancaquitas de cancha y de maní, y fréjoles colados.
A las doce aparecían el frutero
de canasta llena y proveedor de empanaditas de picadillo.
La una era indefectiblemente
señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el alfajorero.
A las dos de la tarde la
picaronera, el humitero y el de la rica causa de Trujillo atronaban con sus
pregones.
A las tres el melcochero, la
turronera y el anticuchero o vendedor de bisteque en palito clamoreaban con más
puntualidad que la Mariangola de la Catedral.
A las cuatro gritaban la picantera
y el de la piñita de nuez.
A las cinco chillaban el
jazminero, el de las caramanducas y el vendedor de flores de trapo, que
gritaba: ¡Jardín, jardín! ¿Muchacha, no hueles?
A las seis canturreaban el
raicero y el galletero.
A las siete de la noche
pregonaban el caramelero, la mazamorrera y la champucera.
A las ocho el heladero y el
barquillero.
Aún a las nueve de la noche,
junto con el toque de cubrefuego, el animero o sacristán de la parroquia salía
con capa colorada y farolito en mano pidiendo para las ánimas benditas del
purgatorio o para la cera de Nuestro Amo. Este prójimo era el terror de los
niños rebeldes para acostarse.
Después de esa hora, era el
sereno del barrio quien reemplazaba a los relojes ambulantes, cantando, entre
piteo y piteo: «¡Ave María Purísima! ¡Las diez han dado! ¡Viva el Perú, y
sereno!». Que eso sí, para los serenos de Lima, por mucho que el tiempo
estuviese nublado o lluvioso, la consigna era declararlo ¡sereno! Y de sesenta
en sesenta minutos se repetía el canticio hasta el amanecer.
Y hago caso omiso de
innumerables pregones que se daban a una hora fija.
¡Ah, tiempos dichosos! Podía
en ellos ostentarse por pura chamberinada un cronómetro; pero para saber con
fijeza la hora en que uno vivía, ningún reloj más puntual que el pregón de los
vendedores. Ése sí que no discrepaba pelo de segundo ni había para qué
limpiarlo o enviarlo a la enfermería cada seis meses. ¡Y luego la baratura!
Vamos; si cuando empiezo a hablar de antiguallas se me va el santo al cielo y
corre la pluma sobre el papel como caballo desbocado. Punto a la digresión, y
sigamos con nuestro insurgente ollero.
Apenas terminaba su pregón en
cada esquina, cuando salían a la puerta todos los vecinos que tenían necesidad
de utensilios de cocina.
III
Pedro Manzanares, mayordomo
del señor Luna Pizarro, era un negrito retinto, con toda la lisura criolla de
los budingas y mataperros de Lima, gran decidor de desvergüenzas, cantador,
guitarrista y navajero, pero muy leal a su amo y muy mimado por éste. Jamás
dejaba de acudir al pregón y pagar un real por una olla de barro; pero al día
siguiente volvía a presentarse en la puerta, utensilio en mano, gritando: «Oiga
usted, so cholo ladronazo, con sus ollas que se chirrean toditas... Ya puede
usted cambiarme esta que le compré ayer, antes de que se la rompa en la tutuma
para enseñarlo a no engañar al marchante. ¡Pedazo de pillo!».
El alfarero sonreía como quien
desprecia injurias, y cambiaba la olla.
Y tanto se repitió la escena
de compra y cambio de ollas y el agasajo de palabrotas, soportadas siempre con
paciencia por el indio, que el barbero de la esquina, andaluz entrometido,
llegó a decir una mañana:
-¡Córcholis! ¡Vaya con el
cleriguito para cominero! Ni yo, que soy un pobre de hacha, hago tanta alharaca
por un miserable real. ¡Recórcholis! Oye, macuito. Las ollas de barro y las
mujeres que también son de barro, se toman sin lugar a devolución, y el que se
lleva chasco ¡contracórcholis! se mama el dedo meñique, y ni chista ni mista y
se aguanta el clavo, sin molestar con gritos y lamentaciones al vecindario.
-Y a usted, so godo de
cuernos, cascabel sonajero, ¿quién le dio vela en este entierro? -contestó con
su habitual insolencia el negrito Manzanares-. Vaya usted a desollar barbas y
cascar liendres, y no se meta en lo que no le va ni le viene, so adefesio en
misa de una, so chapetón embreado y de ciento en carga...
Al oírse apostrofar así, se le
avinagró al andaluz la mostaza, y exclamó ceceando:
-¡María Zantícima! Hoy me
pierdo... ¡Aguárdate, gallinazo de muladar!
Y echando mano al puñalito o
limpiadientes, se fue sobre Perico Manzanares, que sin esperar la embestida se
refugió en las habitaciones de su amo. ¡Quién sabe si la camorra entre el
barbero y el mayordomo habría servido para despertar sospechas sobre las ollas;
que de pequeñas causas han surgido grandes efectos! Pero, afortunadamente, ella
coincidió con el último viaje que hizo el alfarero trayendo olla
contrabandista: pues el escándalo pasó el 5 de julio, y al amanecer del
siguiente día abandonaba el virrey Laserna la ciudad, de la cual tomaron
posesión los patriotas en la noche del 9.
Cuando el indio, a principios
de junio, llevó a San Martín la primera olla devuelta por el mayordomo del Sr.
Luna Pizarro, hallábase el general en su gabinete dictando la orden del día.
Suspendió la ocupación, y después de leer las cartas que venían en el doble
fondo, se volvió a sus ministros García del Río y Monteagudo y les dijo
sonriendo:
-Como lo pide el suplicante.
Luego se aproximó al amanuense
y añadió:
-Escribe, Manolito, santo,
seña y contraseña para hoy: Con días -y ollas- venceremos.
La victoria codiciada por San
Martín era apoderarse de Lima sin quemar pólvora; y merced a las ollas que
llevaban en el vientre ideas más formidables siempre que los cañones modernos,
el éxito fue tan espléndido, que el 28 de julio se juraba en Lima la
Independencia y se declaraba la autonomía del Perú. Junín y Ayacucho fueron el
corolario.