jueves, 11 de junio de 2015

LA BOTELLA DE CHICHA

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LA BOTELLA DE CHICHA

          En una ocasión tuve necesidad de una pequeña suma de dinero y como me era  imposible procurármela por las vías ordinarias, decidí hacer una pesquisa por la despensa de mi casa, con la esperanza  de encontrar algún objeto vendible o pignorable. Luego de remover una serie de trastos viejos, divisé, acostada en un almohadón, como una criatura en su cuna, una vieja botella de chicha. Se trataba de una chicha que hacía quince años recibiéramos de una  hacienda del norte y que mis padres guardaban celosamente para utilizarla en un importante suceso familiar. Mi padre me había dicho que la abriría cuando yo "Me recibiera de bachiller". Mi madre, por otra parte, había hecho la misma promesa a mi hermana, para el día "que se casara". Pero ni mi hermana, se había casado ni yo había elegido aún qué profesión iba a estudiar, por la cual  la chicha continuaba durmiendo en el sueño de los justos y cobrando  aquel inapreciable valor que dan a este género de bebidas los descansos prolongados.
     Sin vacilar, cogí la botella del pico y la conduje a mi habitación. Luego de un paciente trabajo logré cortar el alambre y extraer el corcho, que salió despedido como por el ánima de una escopeta. Bebí un dedito para probar su sabor y me hubiera acabado toda la botella si es que no la necesitara para un negocio mejor. Luego de verter su contenido en una pequeña pipa de barro, me dirigí a la calle con la pipa bajo el brazo. Pero a mitad del camino un escrúpulo me asaltó. Había dejado la botella vacía abandonada sobre la mesa y lo menos que podía hacer era restituirla a su  antiguo lugar para disipar en parte las trazas de mi delito. Regresé a casa y para tranquilizar aún más mi conciencia, llené la botella vacía con una buena medida de vinagre, la alambré y la acosté en su almohadón.
     Con la pipa de barro, me dirigí a la chichería de don Eduardo.
     -Fíjate lo que tengo  -dije mostrándole  el recipiente-. Un chicha de jora de veinte años. Sólo quiero por ella treinta soles. Está regalada.
     Don Fernando se echó a reír.
     -¡A mí!, ¡A mí! -exclamó señalándose el pecho- ¡A mí con ese cuento! Todos los días vienen a ofrecerme chicha y no sólo de veinte  años atrás. ¡No me fío  de esas historias! ¡Como si las fuera a creer!
     -Pero yo no te voy a engañar. Pruébala y verás.
     -¿Probarla? ¿Para qué? Si probara todo lo que traen a vender terminaría el día borracho, y lo que es peor, mal emborrachado. ¡Anda, vete  de aquí! Puede ser que en otro lado tengas más suerte.
     Durante media hora recorrí todas la chicherías y bares de  la cuadra. En muchos de ellos ni siquiera me dejaron  hablar. Mi última  decisión fue ofrecer mi producto en las casas particulares pero mis ofertas, por lo general, no pasaron de la servidumbre. El único señor que se avino a recibirme, me preguntó si yo era el mismo que el mes pasado le vendiera un viejo burdeos y como yo, cándidamente, le replicara que sí, fui cubierto de insultos y de amenazas e invitado a desaparecer en la forma menos cordial.
     Humillado por este incidente, resolví regresar a casa. En el camino pensé que la única recompensa, luego de empresa tan vana, sería beberme la botella de chicha. Pero luego consideré  que mi conducta sería egoísta, que podía privar a mi familia de su pequeño  tesoro solamente por satisfacer un capricho pasajero, y que lo más cuerdo sería verter la chicha en su botella y  esperar, para beberla, a que mi hermana  se casara o que a mí pudieran llamarme bachiller.
     Cuando llegué a casa había oscurecido y me  sorprendió ver algunos carros en la puerta y muchas luces en las ventanas. No bien había ingresado a la cocina cuando sentí una voz que me interpelaba en la penumbra. Apenas tuve tiempo de ocular la pipa de barro tras una pila de periódicos.
     -¿Eres tú el que anda por allí? -preguntó mi madre, encendiendo la luz- ¡Esperándote como locos! ¡Ha llegado Raúl! ¿Te das cuenta? ¡Anda a saludarlo! ¡Tantos años que no ves a tu hermano! ¡Corre! que ha preguntado por ti.
     Cuando ingresé  a la sala quedé horrorizado. Sobre la mesa central estaba la botella de chicha aún sin descorchar. Apenas pude  abrazar a mi hermano y observar que le había brotado un ridículo mostacho. "Cuando tu hermano regrese", era otra de las circunstancias esperadas. Y mi hermano estaba allí y estaban también otras personas y la botella y minúsculas copas pues una bebida tan valiosa necesitaba administrarse como una medicina.
     -Ahora que todos estamos reunidos -habló mi padre- vamos al fin a poder brindar con la vieja chicha -y agració a los invitados con una larga historia acerca de la botella, exagerando, como era de esperar, su antigüedad. A mitad de su discurso, los circunstantes se relamían los labios.
     La botella se descorchó, las copas se llenaron, se lanzó una que otra improvisación y llegado el momento del brindis observé  que las copias se dirigían a los labios rectamente, inocentemente, y regresaban vacías a la mesa, entre grandes exclamaciones de placer.
     -¡Excelente bebida!
     -¡Nunca he tomado algo semejante!
     -¿Cómo me dijo? ¿Treinta años guardada?
     -¡Es digna de un cardenal!
   -¡Yo soy un experto  en bebidas, le aseguro, don Bonifacio, que como ésta ninguna!
     Y mi hermano, conmovido por tan grande homenaje, añadió:
     -Yo les agradezco, mis queridos padres, por haberme reservado esta sorpresa con ocasión de mi llegada.
     El único que, naturalmente, no bebió  una gota, fui yo. Luego de acercármela a las narices y aspirar su nauseabundo olor a vinagre, la arrojé con disimulo en un florero.
     Pero los concurrentes estaban excitados. Muchos de ellos dijeron que se habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado  que insinuara sino tenía por allí otra botellita escondida.
     -¡Oh, no! -replicó-. De estas cosas sólo una! Es mucho pedir.
     Noté, entonces, una consternación tan sincera en los invitados, que me creí en la obligación de intervenir
     -Yo tengo por allí una pipa con chicha.
     -¿Tú? -preguntó mi padre, sorprendido.
     -Sí, una pipa pequeña. Un hombre vino a venderla... Dijo que era antigua.
     -¡Bah! ¡Cuentos!
     -Y yo se lo compré por cinco soles.
     -¿Por cinco soles? ¡No has debido pagar ni una peseta!
   -A ver la probamos -dijo  mi hermano-. Así veremos la diferencia.
     -Sí, ¡que la traiga! -pidieron los invitados.
     Mi padre, al ver tal espectativa, no tuvo más remedio que aceptar y yo me precipité hacia la cocina.Luego de extraer la pipa bajo el montón de periódicos, regresé a la sala con mi trofe entre las manos.
     -¡Aquí está! -exclamé, entregándosela a mi padre.
     -¡Hum! -dijo él, observando la pipa con desconfianza-. Estas pipas son de última fabricación. Si no me equivoco, yo compré hace poco -y acercó la nariz al recipiente- ¡Qué olor! ¡No! ¡Esto es una broma! ¿Dónde has comprado esto, muchacho? ¡Te han engañado! ¡Qué tontería! Debías haber consultado -y para justificar su actitud hizo circular la botija entre los concurrentes, quienes ordenadamente la olían y después de hacer una mueca de repugnancia, la pasaba a su vecino.
     -¡Vinagre!
     -Me descompone el  estómago!
     -Pero ¿es que esto se puede tomar?
     -¡Es para morirse!
     Y como las expresiones aumentaban de tono, mi padre sintió renacer en sí su función moralizadora de jefe de familia y, tomando la pipa con una mano y a mí de una oreja con la otra, se dirigió a la puerta de la calle.
    -Ya te lo decía- ¡Te has dejado engañar como un bellaco! ¡Verás lo que se hace con esto!
     Abrió la puerta y, con gran impulso, arrojó  la pipa a la calle, por encima del muro. Un ruido de botija rota estalló en un segundo.  Recibiendo un coscorrón en la cabeza, fui enviado a dar una vuelta  por el jardín y mientras mi padre se frotaba las manos, satisfecho de su proceder, observé que en la cera pública, nuestra chicha, nuestra magnífica chicha norteña, guardada con tanto esmero durante quince años, respetada en tantos pequeños y tentadores compromiso, yacía extendida en una roja y dolorosa mancha. Un automóvil  la   pisó alargándola en dos huellas; una hoja de otoño naufragó en su superficie; un perro se acercó, lo olió y la meó.
                                                                                                                           (Julio Ramón Ribeyro)

EL LENGUADO


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EL LENGUADO
                                                                                                                                          
Como todas las tardes, calentaba su cuerpo bajo el sol, la espalda tibia mientras demoraba el momento de darse el último chapuzón en el mar. Se acercaba la hora del lonche. Lo notó por las sombras que bajaban de los cerros y un ligero frío en el estómago que la hizo imaginar los panes recién salidos del horno de la única panadería del balneario. Jugó un rato más con la arena, mirando cómo los granitos se escurrían entre los dedos y caían blandamente. Era el tiempo evocado en el cuaderno de sexto grado. Escuchó entonces la voz de Margarita al otro lado de la playa. Venía corriendo como un potro desbocado.
-              Adivina qué –dijo-, mañana me prestan el bote.
-              ¡Júrame que es verdad! –exclamó Johanna, entusiasmada.
-              Lo juro –enfatizó solemnemente Margarita, y ambas cruzaron las manos tocándose las muñecas. Habían decidido que esa sería la forma de juramentar y asegurar que las promesas se cumplieran.
Ambas rieron a carcajadas y fueron a bañarse en el mar para luego salir corriendo a pedir permiso a las mamás. Toda la semana habían estado planeando el día de pesca y al fin les prestaban el “Delfín”.
-              Nos vamos a demorar, porque un remo está roto –advirtió Margarita mientras subían al pueblo.
-              No importa –replicó rápidamente ella. Estaba tan contenta que ese detalle no tenía ninguna importancia. Más bien le propuso: Mañana nos levantamos temprano y compramos cosas para comer.
-              De acuerdo –dijo Margarita, y se despidieron hasta la noche.
Cuando Johanna llegó al muelle el día siguiente encontró a Margarita con los remos en ambos brazos. Los encargaron a un pescador amigo y fueron a comprar la carnada; luego gaseosas y chocolates, pues ése sería su almuerzo. Gastaron toda su propina, pero sintieron que almorzarían mejor que nunca. Ya en el bote, respiraron profundamente dando inicio así a la aventura: el primer día de pesca de la temporada, la primera tarde que saldrían todo el día solas. El mar estaba brillante como todas las mañanas. Las gaviotas sobrevolaban el “Delfín”.
-              Esta vez no les damos nada, Marga –dijo Johanna mirando las gaviotas. Vamos a estar todo el día de pesca, y quién sabe si nos faltará. Se percibía una loca alegría en la entonación de su voz, y es que se sentía ¡tan importante!
-              Pero si hay un montón de carnada; nunca hemos tenido tanta –respondió Marga eufórica.
-              Mujer precavida vale por dos –respondió con seriedad Johanna. Su madre siempre le decía esa frase y de pronto se sintió adulta.
Margarita se echó a reír y Johanna se contagió. Marga era su mejor amiga y no había nada que le gustara más que estar con ella. Además, eran las únicas chicas de doce años que todavía no querían tener enamorado, porque con ellos no podían hacer nada de lo que en verdad las divertía; por ejemplo, ir a pescar en bote. Cuando los hombres las acompañaban querían remar, colocarles la carnada; se hacían los que sabían todo y eso, a ellas, les daba mucha cólera.
Pasaron por la Casa Ballena y el Torreón con mucho cuidado de no golpear el “Delfín” contra las rocas en las partes más bajas del estrecho. Continuaron remando hasta dejar la bahía y ahí, en el mar abierto, comenzaron a apostar cuánto pescarían.
-              Cuatro caballas, seis tramboyos y... veinte borrachos –adivinó divertida Johanna.
-              Puro borracho, nomás – rió Margarita-. Pero acuérdate que aunque pesquemos sólo anguilas no podemos botar nada.
Parte del acuerdo entre ellas era dejar que todo el balneario viera lo que habían pescado fuera lo que fuera. Los llevarían todos colgados del cordel como habían visto hacer a algunos pescadores en anzuelo y también a sus padres; aunque, claro, ellos pescaban corvinas y lenguados enormes porque se iban mucho más lejos con jeeps que cruzaban los arenales y luego en botes de motor. Además acampaban durante varios días en playas solitarias, cocinando sus propios pescados o comiéndoselos crudos con un poco de limón.
-              Yo voy a pescar un lenguado –sentenció Margarita-. Te lo prometo.
-              Para eso tendríamos que irnos más allá del Lobo Varado –contestó Johanna. Mira, si acabamos de salir de la Bahía.
-              Es cierto, y estoy cansada y con calor. ¿Qué tal si nos bañamos para después remar con más fuerza? –propuso. Johanna aceptó de inmediato.
Nadaron y bucearon un buen rato hasta que se percataron de que el bote se había alejado. Tuvieron que nadar rápidamente para lograr subirse a él. Como el bote era grande y pesado, avanzaba lentamente. Diez metros más allá, decidieron anclarlo para tentar suerte. Durante media hora no pescaron nada: puro yuyo nomás. De pronto, Margarita gritó: “¡Es enorme, es enorme!” Tiraba del cordel con tanta fuerza que el bote parecía a punto de voltearse. Al fin salió. Era un borrachito pequeño que se movía con las justas, pues había sido pescado por el vientre.
-              Bótalo –dijo Johanna desencantada, pero Margarita se molestó y le hizo recordar el pacto de llevar a tierra todo lo que pescaran.
Se movieron todavía unos metros más allá, alejándose siempre de las rocas. Recordaban muchas historias de ahogados cuyas embarcaciones se habían estrellado contra ellas, al subir sorprendentemente la marea. Luego de comer los chocolates y tomar un poco de agua gaseosa, intentaron nuevamente la pesca en un lugar que parecía más adecuado por el silencio que había, distante de las lanchas de motor que ahuyentaban a los peces.
Efectivamente, allí empezaron a pescar con bastante suerte. Margarita había pescado ya una caballa y tres tramboyos; los borrachos no quería ni contarlos. Era la mejor hora del sol, y les provocó bañarse nuevamente; pero cuando Margarita se zambulló en el mar, Johanna –no supo por qué- echó su anzuelo una vez más. Casi inmediatamente sintió un leve tirón, justo en el momento en que Margarita la llamaba para que se uniera a ella. Levantó el anzuelo pensando que era un yuyo, porque no se movía mucho, y de pronto vio, saliendo del mar, un lenguado chico. Lo subió cuidadosamente. Se le cortaba la respiración. Sólo cuando lo tuvo seguro dentro del bote pudo gritar:
-              ¡Un lenguado, Marga! ¡He pescado un lenguado!
Ella subió con un gran salto y quiso agarrarlo, pero Johanna no se lo permitió. Estaba muy nerviosa tratando de sacarle el anzuelo sin hacerle daño. Cuando lo liberó, lo miró con orgullo. Sentía que iba a estallar de alegría, pocas veces en su vida se había sentido tan feliz. Luego de darse un chapuzón, siguió pescando más entusiasmadamente que nunca, sabiendo ya que era capaz de sacar más lenguados y hasta una corvina. Margarita, por su parte, se había quedado callada, como resentida.
Atardecía cuando Margarita se empezó a aburrir. Tomaba gaseosa y la escupía en el mar imaginándose que los peces subirían a tomarla.
-              Mira, mira –decía-. Se distingue el color anaranjado. ¿Tú no crees que los peces sentirán un olor diferente y subirán a ver qué es?
-              Los peces no tienen olfato –respondió Johanna.
No sabía si era la emoción del lenguado, pero ella no se cansaba de pescar, aunque sólo picaban borrachitos. Margarita se puso a contar los pescados. Ella tenía catorce y Johanna solo doce, pero claro, ella tenía su lenguado. Marga se acercó para mirarlo.
-              Es lindo –dijo-, pero está lleno de baba. Voy a lavarlo.
-              ¡No! –replicó Johanna. Se te va a caer.
-              Pero míralo, está horrible –contestó ella de inmediato.
-              Cuando terminemos de pescar los amarramos a todos y sólo entonces los lavamos –sentenció Johanna, porque sabía que la baba podía hacer que el lenguado se le deslizara de las manos.
Minutos después, sin embargo, Margarita se puso a lavarlo. Johanna vio su rostro diferente, como si se hubiera transformado en otra persona. Una chispa extraña centellaba en sus ojos y no se atrevió a decirle nada. De pronto Marga dijo, con una voz suave y ronca, extraña: se me resbaló. Johanna no podía creerlo. Sentía una sensación rara, desconocida hasta entonces. Algo como un derrumbamiento. Estaba a punto de llorar. En un instante había desparecido de su mente la imagen que había guardado durante todo el día. Se había visto ya bajando el muelle son el lenguado, los rostros de sorpresa de todos los chicos del grupo, recibiendo las felicitaciones de los pescadores viejos, sintiéndose más cerca de ellos.
Por más que Margarita la consoló y prometió que pescaría otro igual para dárselo, no podía sacarse de encima esa horrible sensación. Sentía además que odiaba a su amiga. A pesar de ello, siguieron pescando en silencio hasta que se hizo de noche. En la playa, las esperaba asustados, pensando que les había ocurrido algo malo, preparando el rescate con las anclas de los botes levantadas. Antes de bajar, Margarita quiso regalarle la caballa a Johanna, pero ella se negó con rabia. Sabía que no aceptarla significaba dejar de ser amigas como lo habían sido hasta entonces, pero ya nada le importaba. Cuando desembarcaron, Johanna quedó en silencio sin mostrar nada de lo que había pescado, mientras miraba de reojo a Margarita exhibiendo orgullosa su caballa. En ese instante, Johanna comprendió que la dolorosa sensación que la embargaba, no era sólo por haber perdido un lenguado.
(El lenguado de Mariella Salas, en 17 narradoras latinoamericanas, Aique Grupo Editor, 1996)

EL ENTIERRO


EL ENTIERRO


Tomé un asiento vacío en el fondo del salón de la maestra Donna y observé. Todos los alumnos estaban trabajando en una tarea, escribiendo pensamientos en una hoja del cuaderno . La alumna más cercana a mí, estaba llenando su hoja de frases que iniciaban con “no puedo”.

“No puedo hacer divisiones con más de tres numerales”.

“No puedo conseguir caerle bien a Olga”.

Su hoja estaba llena hasta la mitad y ella no daba señales de estar por terminar. Siguió trabajando con determinación y persistencia.

Caminé por la fila para echar vistazos a las tareas de los alumnos. Todos estaban escribiendo oraciones que describían cosas que ellos no podían hacer.

“Terminen la oración que están haciendo ahora y no comiencen otra”, fueron las instrucciones que empleó Donna para indicar que la actividad había terminado. Luego pidió a los alumnos que doblaran sus papeles a la mitad y los llevaran al frente. Cuando llegaron al escritorio de la maestra, colocaron sus enunciados comenzados con “no puedo” en una caja de zapatos vacía.

Cuando todos habían entregados su papel, Donna agregó el suyo. Tapó la caja, la metió bajo el brazo, salió por la puerta y caminó por el pasillo. Los alumnos siguieron a la maestra, yo seguí a los alumnos.

¡Iban a enterrar al “no puedo”! Donna pronunció la oración.

“Amigos, estamos reunidos el día de hoy para honrar la memoria del “no puedo”. Mientras estuvo con nosotros en la tierra, afectó la vida de todos, las de algunos más que las de otros”.

Le hemos proporcionado alno puedouna última morada y una lápida que contiene su epitafio, se sobreviven sus hermanos y su hermana: puedo,lo haréy comenzaré de inmediato.

Celebraron el fallecimiento delno puedocon galletas, palomitas y jugos de fruta. Como parte de la celebración, Donna recortó una gran lápida de papel. Escribió las palabrasno puedoen la parte superior y en medio puso RIP. En la parte inferior añadió la fecha.

La lápida de papel estuvo colgada en el salón de Donna durante el resto del año. En las contadas ocasiones en que un alumno lo olvidaba y decíano puedo, Donna simplemente señalaba el rótulo de RIP Así, el alumno recordaba que elno puedoestaba muerto y decidía cambiar el enunciado.





Iniciativa, Ingenio, Creatividad, Autoestima, Confianza, Trabajo