En una ocasión tuve necesidad de una
pequeña suma de dinero y como me era
imposible procurármela por las vías ordinarias, decidí hacer una
pesquisa por la despensa de mi casa, con la esperanza de encontrar algún objeto vendible o
pignorable. Luego de remover una serie de trastos viejos, divisé, acostada en
un almohadón, como una criatura en su cuna, una vieja botella de chicha. Se
trataba de una chicha que hacía quince años recibiéramos de una hacienda del norte y que mis padres guardaban
celosamente para utilizarla en un importante suceso familiar. Mi padre me había
dicho que la abriría cuando yo "Me recibiera de bachiller". Mi madre,
por otra parte, había hecho la misma promesa a mi hermana, para el día
"que se casara". Pero ni mi hermana, se había casado ni yo había
elegido aún qué profesión iba a estudiar, por la cual la chicha continuaba durmiendo en el sueño de
los justos y cobrando aquel inapreciable
valor que dan a este género de bebidas los descansos prolongados.
Sin vacilar, cogí la botella del pico y la conduje a mi habitación.
Luego de un paciente trabajo logré cortar el alambre y extraer el corcho, que
salió despedido como por el ánima de una escopeta. Bebí un dedito para probar
su sabor y me hubiera acabado toda la botella si es que no la necesitara para
un negocio mejor. Luego de verter su contenido en una pequeña pipa de barro, me
dirigí a la calle con la pipa bajo el brazo. Pero a mitad del camino un
escrúpulo me asaltó. Había dejado la botella vacía abandonada sobre la mesa y
lo menos que podía hacer era restituirla a su
antiguo lugar para disipar en parte las trazas de mi delito. Regresé a
casa y para tranquilizar aún más mi conciencia, llené la botella vacía con una
buena medida de vinagre, la alambré y la acosté en su almohadón.
Con la pipa de barro, me dirigí a la chichería de don Eduardo.
-Fíjate lo que tengo -dije
mostrándole el recipiente-. Un chicha de
jora de veinte años. Sólo quiero por ella treinta soles. Está regalada.
Don Fernando se echó a reír.
-¡A mí!, ¡A mí! -exclamó señalándose el pecho- ¡A mí con ese cuento!
Todos los días vienen a ofrecerme chicha y no sólo de veinte años atrás. ¡No me fío de esas historias! ¡Como si las fuera a
creer!
-Pero yo no te voy a engañar. Pruébala y verás.
-¿Probarla? ¿Para qué? Si probara todo lo que traen a vender terminaría
el día borracho, y lo que es peor, mal emborrachado. ¡Anda, vete de aquí! Puede ser que en otro lado tengas
más suerte.
Durante media hora recorrí todas la chicherías y bares de la cuadra. En muchos de ellos ni siquiera me
dejaron hablar. Mi última decisión fue ofrecer mi producto en las casas
particulares pero mis ofertas, por lo general, no pasaron de la servidumbre. El
único señor que se avino a recibirme, me preguntó si yo era el mismo que el mes
pasado le vendiera un viejo burdeos y como yo, cándidamente, le replicara que
sí, fui cubierto de insultos y de amenazas e invitado a desaparecer en la forma
menos cordial.
Humillado por este incidente, resolví regresar a casa. En el camino
pensé que la única recompensa, luego de empresa tan vana, sería beberme la
botella de chicha. Pero luego consideré
que mi conducta sería egoísta, que podía privar a mi familia de su
pequeño tesoro solamente por satisfacer
un capricho pasajero, y que lo más cuerdo sería verter la chicha en su botella
y esperar, para beberla, a que mi
hermana se casara o que a mí pudieran
llamarme bachiller.
Cuando llegué a casa había oscurecido y me sorprendió ver algunos carros en la puerta y
muchas luces en las ventanas. No bien había ingresado a la cocina cuando sentí
una voz que me interpelaba en la penumbra. Apenas tuve tiempo de ocular la pipa
de barro tras una pila de periódicos.
-¿Eres tú el que anda por allí? -preguntó mi madre, encendiendo la luz-
¡Esperándote como locos! ¡Ha llegado Raúl! ¿Te das cuenta? ¡Anda a saludarlo!
¡Tantos años que no ves a tu hermano! ¡Corre! que ha preguntado por ti.
Cuando ingresé a la sala quedé
horrorizado. Sobre la mesa central estaba la botella de chicha aún sin
descorchar. Apenas pude abrazar a mi
hermano y observar que le había brotado un ridículo mostacho. "Cuando tu
hermano regrese", era otra de las circunstancias esperadas. Y mi hermano
estaba allí y estaban también otras personas y la botella y minúsculas copas
pues una bebida tan valiosa necesitaba administrarse como una medicina.
-Ahora que todos estamos reunidos -habló mi padre- vamos al fin a poder
brindar con la vieja chicha -y agració a los invitados con una larga historia acerca
de la botella, exagerando, como era de esperar, su antigüedad. A mitad de su
discurso, los circunstantes se relamían los labios.
La botella se descorchó, las copas se llenaron, se lanzó una que otra
improvisación y llegado el momento del brindis observé que las copias se dirigían a los labios
rectamente, inocentemente, y regresaban vacías a la mesa, entre grandes
exclamaciones de placer.
-¡Excelente bebida!
-¡Nunca he tomado algo semejante!
-¿Cómo me dijo? ¿Treinta años guardada?
-¡Es digna de un cardenal!
-¡Yo soy un experto en bebidas,
le aseguro, don Bonifacio, que como ésta ninguna!
Y mi hermano, conmovido por tan grande homenaje, añadió:
-Yo les agradezco, mis queridos padres, por haberme reservado esta sorpresa
con ocasión de mi llegada.
El único que, naturalmente, no bebió
una gota, fui yo. Luego de acercármela a las narices y aspirar su
nauseabundo olor a vinagre, la arrojé con disimulo en un florero.
Pero los concurrentes estaban excitados. Muchos de ellos dijeron que se
habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado que insinuara sino tenía por allí otra
botellita escondida.
-¡Oh, no! -replicó-. De estas cosas sólo una! Es mucho pedir.
Noté, entonces, una consternación tan sincera en los invitados, que me
creí en la obligación de intervenir
-Yo tengo por allí una pipa con chicha.
-¿Tú? -preguntó mi padre, sorprendido.
-Sí, una pipa pequeña. Un hombre vino a venderla... Dijo que era
antigua.
-¡Bah! ¡Cuentos!
-Y yo se lo compré por cinco soles.
-¿Por cinco soles? ¡No has debido pagar ni una peseta!
-A ver la probamos -dijo mi
hermano-. Así veremos la diferencia.
-Sí, ¡que la traiga! -pidieron los invitados.
Mi padre, al ver tal espectativa, no tuvo más remedio que aceptar y yo
me precipité hacia la cocina.Luego de extraer la pipa bajo el montón de
periódicos, regresé a la sala con mi trofe entre las manos.
-¡Aquí está! -exclamé, entregándosela a mi padre.
-¡Hum! -dijo él, observando la pipa con desconfianza-. Estas pipas son
de última fabricación. Si no me equivoco, yo compré hace poco -y acercó la
nariz al recipiente- ¡Qué olor! ¡No! ¡Esto es una broma! ¿Dónde has comprado
esto, muchacho? ¡Te han engañado! ¡Qué tontería! Debías haber consultado -y
para justificar su actitud hizo circular la botija entre los concurrentes,
quienes ordenadamente la olían y después de hacer una mueca de repugnancia, la
pasaba a su vecino.
-¡Vinagre!
-Me descompone el estómago!
-Pero ¿es que esto se puede tomar?
-¡Es para morirse!
Y como las expresiones aumentaban de tono, mi padre sintió renacer en sí
su función moralizadora de jefe de familia y, tomando la pipa con una mano y a
mí de una oreja con la otra, se dirigió a la puerta de la calle.
-Ya te lo decía- ¡Te has dejado engañar como un bellaco! ¡Verás lo que
se hace con esto!
Abrió la puerta y, con gran impulso, arrojó la pipa a la calle, por encima del muro. Un
ruido de botija rota estalló en un segundo.
Recibiendo un coscorrón en la cabeza, fui enviado a dar una vuelta por el jardín y mientras mi padre se frotaba
las manos, satisfecho de su proceder, observé que en la cera pública, nuestra
chicha, nuestra magnífica chicha norteña, guardada con tanto esmero durante
quince años, respetada en tantos pequeños y tentadores compromiso, yacía
extendida en una roja y dolorosa mancha. Un automóvil la
pisó alargándola en dos huellas; una hoja de otoño naufragó en su
superficie; un perro se acercó, lo olió y la meó.
(Julio Ramón Ribeyro)